– Se llama Ackermann -admitió Arma. vencida-. Es un amigo de infancia de mi marido.
– ¿Eric Ackermann?
– ¿Lo conoce?
– Fuimos juntos a la facultad.
– ¿Qué opina de él? -preguntó Anna con ansiedad.
– Es un hombre muy brillante. ¿Cuál ha sido su diagnóstico?
– No ha hecho más que someterme a pruebas. Escáneres, radiografías, una resonancia magnética…
– ¿No ha utilizado el Petscan?
– Sí. Me hizo las pruebas el sábado pasado. En un hospital lleno de soldados.
– ¿El Val-de-Grâce?
– No, el Instituto Henri-Becquerel, en Orsay.
Mathilde apuntó el nombre en una esquina del bloc.
– ¿Cuáles fueron los resultados?
– No quedó nada muy claro. Según Ackermann, tengo una lesión en el hemisferio derecho, en la parte ventral del temporal…
– La zona donde reconocemos los rostros.
– Exacto. Ackermann supone que se trata de una necrosis ínfima. Pero la máquina no la localizó.
– Según él,;cuál sería la causa de esa lesión?
– No lo sabe con certeza -respondió Anna, aliviada por aquellas confesiones, con animación-. Quiere hacerme más pruebas. -Su voz se quebró-. Una biopsia, para analizar esa parte de mi cerebro. Quiere estudiar mis células nerviosas, o algo así. Yo… -Anna respiró hondo-. Dice que es lo único que le permitirá poner a punto un tratamiento.
La psiquiatra dejó la pluma sobre el bloc y cruzó los brazos. Anna tenía la sensación de que era la primera vez que la consideraba sin ironía, sin malicia.
– ¿Le habló de sus otros trastornos? ¿De los recuerdos que se borran? ¿De los rostros que se mezclan?
– No.
– ¿Por qué desconfía de él? -Ante el silencio de Arma, la psiquiatra insistió-: ¿Por qué ha venido a mi consulta? ¿Por qué me confía todo esto, a mí?
Anna hizo un gesto vago; luego, entrecerró los párpados y murmuro:
– Me niego a que me hagan esa biopsia. Quieren meterse en mi cerebro.
– ¿A quién se refiere?
– A mi marido y a Ackermann. He venido a verla con la esperanza de que me diera otra solución. ¡No quiero que me hagan un agujero en la cabeza!
– Tranquilícese.
Anna volvió a alzar los ojos. Estaba al borde de las lágrimas.
– ¿Puedo…? ¿Puedo… fumar?
La psiquiatra asintió. Anna se apresuró a encender un cigarrillo. Cuando se disipó el humo, la sonrisa había vuelto a los labios de su interlocutora.
Un recuerdo de infancia la asaltó inopinadamente. Las largas excursiones por las Landas, con la clase; el camino de vuelta al internado, con los brazos cargados de amapolas. Fue entonces cuando les explicaron que había que quemar los tallos de las flores para que conservaran el color…
La sonrisa de Mathilde Wilcrau le recordaba aquella misteriosa alianza entre el fuego y el colorido de los pétalos. En el interior de aquella mujer ardía alguna cosa que alimentaba el rojo de sus labios.
La psiquiatra hizo una nueva pausa; luego, en tono calmado, le preguntó:
– ¿Le explicó Ackermann que la amnesia puede deberse no solo a una lesión física, sino también a un shock psicológico?
Anna soltó el humo de golpe.
– ¿Quiere decir…? ¿Mis trastornos podrían deberse a un trauma… psíquico?
– Es una posibilidad. Una intensa emoción podría haber desencadenado un rechazo.
Anna sintió que una ola de alivio la envolvía por completo. Ahora sabía que había ido allí para oír aquello; había elegido una psicoanalista para obtener una versión exclusivamente psíquica de su enfermedad. Apenas podía contener su emoción.
– Pero, si hubiera sufrido ese shock -dijo entre dos caladas-, lo recordaría, ¿no?
– No necesariamente. La mayoría de las veces, la amnesia borra su propia fuente. El hecho que la desencadenó.
– Y ese trauma, ¿estaría relacionado con los rostros?
– Es probable, sí. Con los rostros y con su marido.
Anna se levantó de un salto.
– ¿Cómo que con mi marido?
– A juzgar por los síntomas que me ha descrito, son sus dos puntos de bloqueo.
– ¿Laurent podría estar en el origen de mi trauma emocional?
– Yo no he dicho eso. Pero, en mi opinión, todo está relacionado. De existir, el shock que sufrió provocó una amalgama entre su amnesia y su marido. Es todo lo que puede decirse por el momento. -Mutismo de Anna, que tenía los ojos clavados en la brasa del cigarrillo-. ¿Cree que podría ganar tiempo? -preguntó al fin la psiquiatra.
– ¿Ganar tiempo?
– Antes de la biopsia.
– ¿Acepta… ocuparse de mí?
Mathilde volvió a coger la estilográfica y la apuntó hacia Anna.
– ¿Puede ganar tiempo antes de esas pruebas, sí o no?
– Creo que sí. Unas semanas. Pero si los trastornos…
– ¿Está de acuerdo en sumergirse en su memoria mediante la palabra?
– Sí.
– ¿Está de acuerdo en venir aquí de forma intensiva?
– Sí.
– ¿En someterse a técnicas de sugestión como la hipnosis, por ejemplo?
– Sí.
– ¿A que le inyecte sedantes?
– Sí, sí, sí.
Mathilde soltó la estilográfica. La estrella blanca de la Mont-Blanc titiló.
– Descifraremos su memoria, confíe en mí.
Un arco iris en el corazón.
Hacía mucho tiempo que no se sentía tan feliz. La simple posibilidad de que la causa de sus síntomas fuera un trauma psicológico y no una lesión física le había devuelto la esperanza; en todo caso, le hacía suponer que su cerebro no estaba dañado ni sufría una necrosis que devoraba sus células nerviosas.
En el taxi de vuelta, Anna volvió a felicitarse por su decisión. Ahora podía decir adiós a las lesiones, las máquinas, las biopsias… Y abrir los brazos a la comprensión, la palabra, la suave voz de Mathilde Wilcrau, cuyo peculiar timbre de voz ya empezaba a echar de menos…
Cuando llegó a la rue du Faubourg-Saint-Honoré, cerca de la una, todo le pareció más vivo, más nítido. Saboreó hasta el último detalle de su barrio. Eran auténticos islotes archipiélagos de especialidades alineados a lo largo de la calle.
En la esquina con la avenue Hoche, la reina era la música: a las bailarinas de la Sala Pleyel respondía el laqueado de los Pianos Hamn, situados justo enfrente. Luego surgía Rusia, entre las calles del Neva y Daru, con sus restaurantes de estilo moscovita y su iglesia ortodoxa. Y, por último, aparecía el universo de las exquisiteces: los tés de Mariage Fréres y los dulces de la Casa del Chocolate, dos fachadas de oscura caoba, dos lunas resplandecientes, que parecían cuadros de un museo de los sabores.
Anna encontró a Clothilde limpiando los estantes, afanada con los tarros de cerámica, las bandejas de madera y los platos de porcelana, que no compartían con el chocolate otra cosa que una familiaridad en el tono marrón oscuro, un lustre cobrizo o, simplemente, cierta noción del bienestar, de la felicidad. Una vida de confort, que tintinea y se bebe caliente…
En lo alto del taburete, Clothilde se volvió hacia ella.
– ¿Ya estás aquí? ¿Me das una hora? Tengo que ir al Monoprix.
Era lo justo. No había aparecido en toda la mañana; lo menos que podía hacer era montar guardia durante el almuerzo. El relevo se hizo sin palabras, pero con una sonrisa. Armada de un trapo, Anna puso manos a la obra de inmediato y empezó a sacudir, frotar y lustrar con toda la energía de su recuperado buen humor.
Al cabo de unos instantes, su entusiasmo desapareció de golpe dejándole un agujero negro en la boca del estómago. Le bastaron unos segundos para calibrar la inconsistencia de su alegría. ¿Había sido positivo su encuentro de esa mañana? Lesión o trauma psicológico, ¿qué cambiaba en su estado, en sus angustias? ¿Qué milagros podía hacer Mathilde Wilcrau para curarla? ¿Y en qué la volvería menos loca todo eso?
Detrás del mostrador principal, Anna se derrumbó en el asiento. Puede que la hipótesis de la psiquiatra fuera aún peor que la de Ackermann. Ahora, la idea de que la causa de su amnesia fuera un suceso de su pasado, un shock psicológico, no hacía más que acentuar su terror. ¿Qué se ocultaba detrás de aquella zona muerta?
Ciertas frases de la psiquiatra no dejaban de darle vueltas en la cabeza, y sobre todo esta respuesta: «Los rostros y también su marido». ¿Qué relación podía tener Laurent con todo aquello?
– Buenas tardes.
La voz coincidió con el carillón de la puerta. Anna supo que era él sin necesidad de alzar la vista.
El hombre de la chaqueta gastada avanzó hacia ella con su habitual parsimonia. En ese momento, Anna supo con absoluta certeza que lo conocía. La sensación duró apenas un segundo, pero fue tan poderosa, tan hiriente como la punta de una flecha. Sin embargo, su memoria seguía sin darle la menor pista.
Don Terciopelo siguió acercándose. No manifestaba ningún apuro, ningún interés especial por ella. Su distraída mirada, malva y dorada a un tiempo, sobrevolaba las apretadas hileras de bombones. ¿Por qué no la reconocía? ¿Interpretaba un papel? Una idea absurda se apoderó de su mente: ¿y si era un amigo de Laurent, un cómplice encargado de espiarla, de ponerla a prueba? Pero ¿para qué?
Ante el silencio de Anna, el hombre sonrió y, en tono desenvuelto, declaró:
– Creo que me llevaré lo de costumbre.
– Le sirvo enseguida.
Anna se dirigió hacia el mostrador sintiendo que las manos le temblaban junto al cuerpo. Procuró serenarse y, al cabo de unos instantes, cogió una bolsita y empezó a llenarla de bombones. Luego dejó los Jikola en la balanza.
– Doscientos gramos. Diez euros cincuenta, señor.