El Imperio De Los Lobos - Страница 30


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En aquel montacargas que olía a grasa, Mathilde tuvo la sensación de subir a la misma torre del saber a través de las superestructuras de la ciencia. A pesar de su edad y su experiencia, se sentía aplastada por aquel lugar, que asimilaba a un templo. Un ámbito sagrado.

Parecía que el ascensor no iba a acabar de subir nunca. Anna encendió un cigarrillo. Mathilde tenía los sentidos tan exacerbados que creyó oír el chisporroteo del papel al quemarse. Había vestido a su protegida con ropa de su hija, que se la había dejado en casa una Nochevieja. Las dos jóvenes tenían la misma talla, y también el mismo color de pelo.

Ahora Anna llevaba un abrigo de terciopelo ajustado y con mangas estrechas y largas, un pantalón de pata de elefante de seda y zapatos de charol. Aquel atuendo de fiesta le daba aspecto de niña vestida de luto.

Las puertas se abrieron al fin en la quinta planta. Las dos mujeres avanzaron por el pasillo embaldosado de rojo y flanqueado por puertas con ventanillas redondas de cristal esmerilado. De una de las del fondo salía un resplandor tenue. Se dirigieron hacia ella.

Mathilde abrió sin llamar. El profesor Alain Veynerdi las esperaba de pie junto a una mesa de acero inoxidable.

Sesentón, menudo y vivaracho, tenía la tez oscura de un indio y la sequedad de un papiro. Bajo la inmaculada bata, se adivinaba un traje de calle aún más impecable. En sus cuidadas manos, las uñas parecían más claras que la piel, como pequeñas pastillas de nácar al final de las falanges. Llevaba el pelo, gris y lustroso, engominado y echado hacia atrás. Parecía un dibujo escapado de un tebeo de Tintín. Su pajarita brillaba como la llave de un mecanismo secreto, a la espera de una mano que le diera cuerda.

Mathilde hizo las presentaciones y retomó las grandes líneas de la mentira que había empezado a contar al biólogo durante su conversación telefónica. Anna había sufrido un accidente de coche hacía ocho meses. El vehículo se había prendido fuego, su documentación había ardido y su memoria se había quedado en blanco. Las heridas de su rostro habían hecho necesaria una importante intervención quirúrgica. De modo que su identidad era un absoluto misterio.

La historia era poco creíble, pero Veynerdi no vivía en un universo racional. Para él solo contaba el desafío científico que representaba Anna.

– Empezaremos ahora mismo -dijo el biólogo indicando la mesa de acero.

– Un momento -protestó Anna-. Me parece que ya va siendo hora de que me expliquen en qué va a consistir esto.

Mathilde se volvió hacia Veynerdi.

– Explíqueselo, profesor.

El biólogo se volvió hacia la joven.

– Me temo que antes necesitaría hacer un cursillo de anatomía…

– No sea condescendiente conmigo.

Veynerdi esbozó una breve sonrisa, ácida como unas gotas de limón.

– Los elementos que componen el cuerpo humano se regeneran según ciclos específicos. Los glóbulos rojos se reproducen en ciento veinte días. La piel muda totalmente en cinco días. La pared intestinal se renueva en tan solo cuarenta y ocho horas. No obstante, en medio de esta perpetua reconstrucción, hay células del sistema inmunitario que conservan la huella del contacto con los elementos exteriores durante mucho tiempo. Se las llama células con memoria -dijo Veynerdi. Su voz de fumador, grave y cascada, contrastaba con su cuidado aspecto-. En caso de enfermedad, esas células crean moléculas de defensa o reconocimiento que llevan la marca de la agresión. Cuando se renuevan, transmiten ese mensaje de protección. Una especie de recuerdo biológico, si usted quiere. El principio de la vacuna se basa por entero en este sistema. Basta con poner el cuerpo humano en contacto con el agente patógeno una sola vez para que las células produzcan moléculas protectoras durante años. Y lo que es válido para las enfermedades también lo es para cualquier elemento exterior. Conservamos permanentemente la huella de nuestra vida pasada, de nuestros innumerables contactos con el mundo. Y podemos estudiar esas huellas, así como su origen y su fecha. Este campo, todavía poco conocido, es mi especialidad -concluyó el biólogo esbozando una reverencia.

Mathilde recordó su primer encuentro con Veynerdi, durante un seminario sobre la memoria celebrado en Mallorca en 1997. La mayoría de los ponentes eran neurólogos, psiquiatras o psicoanalistas. Hablaron de sinapsis, de redes y del inconsciente, y todos coincidieron en subrayar la complejidad de la memoria. Pero el cuarto día, le llegó el turno a un biólogo con pajarita, y el panorama cambió por completo. Parapetado tras el atril, Alain Veynerdi no habló de la memoria del cerebro, sino de la memoria del cuerpo.

El sabio presentó un estudio que había llevado a cabo sobre los perfumes. La aplicación continuada de una sustancia alcoholizada sobre la piel acaba «marcando» ciertas células, que forman una señal identificable incluso después de que el sujeto haya dejado de utilizar el perfume. Veynerdi puso el ejemplo de una mujer que había utilizado el n° 5 de Chanel durante diez años y, pasados otros cuatro, seguía llevando la correspondiente «firma química» sobre la piel.

Ese día, los asistentes a la conferencia salieron deslumbrados. De pronto, la memoria se manifestaba físicamente y podía someterse a análisis, a la química, al microscopio… De pronto, aquella entidad abstracta, que no cesaba de sustraerse a los instrumentos de la moderna tecnología, revelaba su materialidad, su tangibilidad, su perceptibilidad. Una ciencia humana se había convertido en ciencia exacta.

La lámpara baja iluminaba el rostro de Anna. A pesar del cansancio, sus ojos tenían un brillo especial. Empezaba a comprender.

– En mi caso, ¿qué puede usted descubrir?

– Confíe en mí -respondió el biólogo-. Su cuerpo ha conservado las huellas de su pasado en la intimidad de sus células. Vamos a desenterrar los vestigios del medio físico en el que vivía antes del accidente. El aire que respiraba. Las huellas de sus hábitos alimentarios. La firma del perfume que utilizaba. En mayor o menor medida, usted sigue siendo la mujer de entonces, créame.

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Veynerdi puso en marcha varios aparatos. La luz de los pilotos y las pantallas de los ordenadores reveló las auténticas dimensiones del laboratorio, una amplia sala compartimentada mediante paneles de cristal o tabiques forrados de corcho y atestada de instrumentos de análisis. La encimera y la mesa de acero reflejaban hasta la última fuente de luz en forma de filamentos verdes, anaranjados, rosados o rojos. El biólogo señaló una puerta situada a la izquierda.

– Desnúdese en ese cuarto, por favor.

Anna desapareció. Veynerdi se enfundó unos guantes de látex, dejó unos saquitos estériles en el alicatado del mostrador y se situó ante una hilera de tubos de ensayo. Parecía un músico preparándose para tocar un xilofón de cristal.

Cuando Anna reapareció, solo llevaba unas braguitas negras. Era de una delgadez enfermiza. Sus huesos parecían a punto de desgarrar la piel al menor movimiento.

– Túmbese aquí, por favor.

Anna se sentó en la mesa. Cuando hacía algún esfuerzo, parecía más robusta. Sus escuetos músculos hinchaban la piel y daban una extraña impresión de fuerza, de potencia. Aquella mujer abrigaba un misterio, una energía contenida. Mathilde pensó en la cáscara de un huevo a cuyo través se transparentara la silueta de un tiranosaurio,

Veynerdi sacó una jeringa y una aguja de un envase estéril.

– Empezaremos tomándole una muestra de sangre.

El biólogo hundió la aguja en el brazo izquierdo de Anna, que no mostró la menor reacción.

– ¿Le ha dado algún calmante? -le preguntó Veynerdi a Mathilde con el ceño fruncido.

– Sí, Tranxene. Por vía intramuscular. Anoche estaba muy agitada y…

– ¿Cuánto?

– Cincuenta miligramos.

El biólogo hizo una mueca. Los sedantes debían de interferir con sus análisis. Retiró la aguja, colocó una gasa en el hueco del codo y se situó detrás de la encimera.

Mathilde seguía todos sus movimientos con atención. Veynerdi mezcló la sangre recién extraída con una solución hipotónica para destruir los glóbulos rojos y obtener un concentrado de glóbulos blancos. Colocó la muestra en un cilindro negro, parecido a un pequeño infiernillo: la centrifugadora. El aparato, que giraba a mil revoluciones por segundo, servía para separar los glóbulos blancos de los últimos residuos. Pasados unos segundos, Veynerdi extrajo un sedimento translúcido.

– Sus células inmunitarias -explicó dirigiéndose a Anna-. Son las que contienen las huellas que me interesan. Vamos a observarlas de más cerca…

El biólogo diluyó el concentrado con suero fisiológico y a continuación lo vertió en un citómetro de flujo, un bloque gris que separaba los glóbulos y los sometía a la acción de un rayo láser. Mathilde conocía aquella técnica: la máquina localizaría e identificaría las moléculas de defensa utilizando un repertorio de marcas confeccionado por Veynerdi.

– Nada significativo -dijo el biólogo al cabo de unos minutos- Solo aprecio contacto con enfermedades y agentes patógenos comunes. Bacterias, virus… En cantidad inferior a la media. Llevaba usted una existencia muy sana, señora. Tampoco veo rastro de agentes exógenos. Ni perfumes ni ninguna otra impregnación de relieve. Un terreno prácticamente neutro.

Anna permanecía inmóvil sobre la mesa, con las rodillas entre los brazos. Su diáfana piel reflejaba los colores de los indicadores luminosos como un trozo de hielo, casi azul de puro blanco.

Veynerdi se le acercó blandiendo una jeringa con una aguja mucho más larga.

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