– Ven a sentarte. Tienes peor cara que un fiambre.
Una vez acomodados, el viejo policía le ofreció la canastilla de los cruasanes. Paul rehusó. La idea de tragar cualquier cosa le revolvía el estómago. Pero había que reconocer que esa mañana Schiffer estaba de lo más simpático, de modo que le preguntó a su vez:
– Y usted, ¿ha dormido bien?
– Como un tronco.
Paul volvió a ver los dedos seccionados, la guillotina ensangrentada… Tras aquella carnicería, había acompañado al Cifra hasta la Porte de Saint-Cloud, donde este tenía un piso, en la rue Gudin. Desde entonces, no dejaba de hacerse una pregunta.
– Teniendo ese piso -dijo señalando hacia la plaza gris a través de los cristales-, ¿qué coño hace en Longéres?
– El instinto gregario. La morriña de la bofia. Estando solo le daba demasiadas vueltas a la cabeza.
La explicación sonaba poco convincente. Paul recordó que Schiffer se había inscrito en la residencia utilizando un seudónimo, el apellido de soltera de su madre. Un tipo de la IGS le había dado el soplo. Un enigma más. ¿Se escondía? ¿De quién?
– Saca las fichas -ordenó el Cifra.
Paul abrió la carpeta y dejó los documentos sobre la mesa. No eran los originales. Había pasado por la oficina a primera hora para hacer fotocopias. Había estudiado cada una de las fichas armado de su diccionario de turco y conseguido descifrar, los nombres de las víctimas y la información esencial sobre ellas.
La primera se llamaba Zeynep Tütengil. Trabajaba en un taller anexo a los baños turcos La Puerta Azul, propiedad de un tal Talat Gurdilek. Veintisiete años. Casada con Burba Tütengil. Sin hijos. Domiciliada en la rue de la Fidélité, número 34. Originaria de un pueblo de nombre impronunciable, cercano a la ciudad de Gaziantep, al sudeste de Turquía. Llegada a París en septiembre de 2001.
La segunda respondía al nombre de Ruya Berkes. Veintiséis años. Soltera. Trabajaba en su domicilio, situado en el 58 de la rue d'Enghien, para Gozar Halman, un nombre que Paul había encontrado varias veces en el atestado: un negrero especializado en el cuero y las pieles. Ruya Berkes procedía de una gran ciudad, Adana, situada en el sur de Turquía. Solo llevaba ocho meses en París.
La tercera era Roukiyé Tanyol. Treinta años. Soltera. Obrera de la confección en la sociedad Sürelik, con sede en el passage de la Industrie. Llegada a París el pasado mes de agosto. Sin familia en la ciudad. Vivía de incógnito en un hogar para mujeres, en el 22 de la rue des Petites-Ecuries. Nacida, como la primera víctima, en la provincia de Gaziantep.
Aquellos datos no ofrecían ninguna posibilidad de acotar el perfil de las víctimas. No añadían el menor punto en común que permitiera deducir, por ejemplo, cómo las localizaba o abordaba el asesino. Pero, sobre todo, no daban mayor corporeidad ni presencia a aquellas mujeres. Por el contrario, los nombres turcos contribuían a aumentar su misterio. Para convencerse de su realidad, Paul tuvo que volver a contemplar las polaroid. Facciones anchas, de contornos suaves, que sugerían cuerpos de generosas redondeces. Había leído en alguna parte que el canon de belleza turco se correspondía con esas formas, con aquellas caras de luna llena…
Schiffer seguía estudiando los datos con las gafas caladas. Paul dudaba si tornarse el café, por miedo a vomitarlo. El ruido de voces, el tintineo de los vasos y el entrechocar de cubiertos resonaban en su cabeza. Los vozarrones de los borrachos derrengados sobre la barra le taladraban los tímpanos. No soportaba a aquellos tipos a la deriva que morían a pie firme a base de copas…
¿Cuántas veces había ido a buscar a sus padres, juntos o por separado, a la sombra de otras barras de cinc? ¿Cuántas veces los había recogido entre el serrín y las colillas, luchando contra las ganas de vomitar sobre sus progenitores?
– Empezaremos por el tercer taller -decidió el Cifra quitándose las gafas-. La víctima más reciente. Es el mejor modo de recoger recuerdos frescos. A continuación nos remontaremos a la primera. Luego, nos ocuparemos de los domicilios, los vecinos, los itinerarios… En algún sitio las habrá abordado, y nadie es invisible.
Paul se bebió el café de un trago y, sintiendo la quemazón de la bilis, insistió:
– Se lo repito, Schiffer: a la menor mierda…
– No seas pesado. Lo he entendido. Pero hoy vamos a cambiar de método. -El viejo policía movió los dedos como si manejara los hilos de una marioneta-. Trabajaremos con soltura.
Tomaron la vía rápida, girofaro en acción. El gris del Sena, añadido al granito del cielo y las orillas, tejía un universo neutro y átono. A Paul le gustaba aquel tiempo, aplastante de aburrimiento y tristeza. Un obstáculo más que superar mediante su voluntad de policía enérgico.
Por el camino, escuchó los mensajes de su teléfono móvil. El juez Bomarzo pedía noticias. Su voz era tensa. Le daba dos días antes de reunir a la Brigada Criminal y escoger dos nuevos investigadores. Naubrel y Matkowska continuaban con sus pesquisas. Habían pasado el día anterior entre los «tubistas», los obreros que excavaban el subsuelo parisino y se descomprimían todas las tardes en cámaras especiales. Habían interrogado a los responsables de ocho empresas diferentes, sin resultados. También habían visitado al principal constructor de las cámaras de marras, en Arcueil. Según el director, la idea de una cámara de presurización manejada por alguien sin formación de ingeniero era un puro disparate. ¿Había que deducir que el asesino poseía tales conocimientos o, por el contrario, que estaban siguiendo una pista equivocada? Los OPJ proseguían sus indagaciones en otras áreas de la industria.
Al llegar a la place du Châtelet, Paul vio un coche patrulla que tomaba el boulevard Sébastopol. Lo alcanzó a la altura de la rue des Lombards e hizo señas al conductor para que se detuviera.
– Solo será un minuto le dijo a Schiffer abriendo la guantera y cogiendo los Kinder Sorpresa y los Carambar que había comprado una hora antes.
En su precipitación, la bolsa de papel se abrió y su contenido se desparramó por el suelo. Paul recogió los dulces y salió del Golf, rojo como un tomate.
Los policías de uniforme se habían detenido y esperaban fuera del coche, con los pulgares bajo el cinturón. Paul les explicó en pocas palabras lo que deseaba de ellos y dio media vuelta. Cuando volvió a sentarse ante el volante, el Cifra agitaba un Carambar en el aire.
– Miércoles, el día de los niños. -Paul arrancó sin responder-. Yo también utilizaba a los machacas como correos. Para mandar regalos a mis amigas…
– A sus empleadas, querrá decir.
– Exacto, muchacho. Exacto. -Schiffer desenvolvió la pastilla de café con leche y se la echó a la boca-. ¿Cuántos hijos tienes?
– Una niña.
– ¿De cuánto?
– De siete.
– ¿Cómo se llama?
– Céline.
– Un poco cursi, para la hija de un madero. -Paul estaba de acuerdo. Nunca había entendido por qué una marxista en busca del absoluto como Reyna le había puesto a su hija aquel nombre de niña pija. Schiffer masticaba ruidosamente-. ¿Y la madre?
– Estamos divorciados.
Paul se saltó el semáforo y cruzó la rue Réaummur.
Su fracaso conyugal era el último tema que deseaba comentar con Schiffer. Vio con alivio el anagrama rojo y amarillo del McDonald's que señalaba el comienzo del boulevard Strasbourg y aceleró aún más, para no dar tiempo a que su acompañante le hiciera más preguntas.
Su territorio de caza estaba a la vista.
A las diez de la mañana, la rue du Faubourg-Saint-Denis parecía un campo de batalla en el apogeo del encarnizamiento. Calzada y aceras se confundían en un solo torrente frenético de viandantes que hormigueaban por el laberinto de vehículos atascados y ruidosos. Todo ello bajo un cielo sin color, tenso como una lona llena de agua a punto de reventar.
Paul optó por aparcar en la esquina de la rue Petites-Ecuries y siguió a Schiffer, que empezaba a abrirse paso entre los embalajes transportados a la espalda, las brazadas de vestidos y los cargamentos que oscilaban sobre carros. Entraron en el passage de la Industrie y llegaron a una bóveda de piedra que daba a una calleja.
El taller Sürelik era un bloque de ladrillo sostenido por un armazón de metal remachado. La fachada ostentaba un aguilón en arco mitral, tímpanos acristalados y frisos labrados de tierra cocida. El edificio, de un rojo vivo, exhalaba una especie de entusiasmo, una fe alegre en el porvenir industrial, como si tras sus muros acabara de inventarse el motor de explosión.
A unos metros de la puerta, Paul agarró a Schiffer del cuello del impermeable, lo arrastró hasta un portal y lo sometió a un cacheo en toda regla en busca de un arma.
El viejo policía chasqueó la lengua con desaprobación.
– Pierdes el tiempo, muchacho. Con diplomacia, ya te lo he dicho.
Paul se irguió sin decir palabra y se dirigió hacia el taller.
Los dos hombres empujaron juntos la puerta de hierro y entraron en un gran espacio cuadrado de paredes blancas y suelo de cemento pintado. Todo estaba limpio, impecable, reluciente. Las estructuras de metal verde pálido puntuadas de abombados remaches reforzaban la sensación de solidez que emanaba el lugar. Los amplios ventanales dejaban entrar rayos de luz oblicua, y los muros estaban surcados por crujías que recordaban los puentes de un crucero.
Paul esperaba una covacha y se había encontrado con un loft de artista. Unos cuarenta obreros, hombres en su totalidad, trabajaban a buena distancia unos de otros ante máquinas de coser, rodeados de telas y cajas de cartón abiertas. Vestidos con bata, parecían agentes de transmisiones confeccionando mensajes en código durante la guerra. Un radiocasete difundía música turca y una cafetera borboteaba sobre un infiernillo. El paraíso del artesanado.