Corrió en zigzag entre el tráfico del bulevar y alcanzó a su compañero en lo alto de las escaleras.
Los dos policías irrumpieron en el vestíbulo de la estación. Una muchedumbre presurosa hormigueaba bajo la bóveda anaranjada. Paul barrió el vestíbulo con la mirada: a la izquierda, las cabinas acristaladas de la RATP; a la derecha, los carteles azules de las líneas de metro; enfrente, las puertas automáticas.
Ni rastro del turco.
Schiffer se lanzó de cabeza sobre la muchedumbre en un eslalon suicida en dirección a las puertas neumáticas. Paul se puso de puntillas y descubrió a su hombre, que en ese momento torcía a la derecha.
– ¡Línea cuatro! -gritó en dirección al Cifra, invisible entre el gentío.
Al fondo del túnel alicatado, resonaron los suspiros de apertura de las puertas de un convoy. Una ola de agitación recorrió a la muchedumbre. ¿Qué pasaba? ¿Quién gritaba? ¿Quién empujaba? De pronto, un rugido resonó sobre el vocerío.
– ¡La puertas, cojones! Era la voz de Schiffer.
Paul se abalanzó hacia las taquillas, que estaban justo a su izquierda. Con la nariz pegada al cristal, gritó:
– ¡Abran las puertas!
El empleado del metro lo miró boquiabierto.
– ¿Eh?
A sus espaldas, la sirena anunció la salida del convoy. Paul aplastó el carnet de policía contra el cristal.
– ¡Cagüen la leche! ¿Vas a abrir las puertas o qué?
Las barreras se apartaron.
Paul se abrió paso a codazos, tropezó y consiguió pasar al otro lado… Schiffer corría bajo la bóveda roja, que ahora parecía palpitar como el interior de una garganta.
Lo alcanzó en la escalera. El viejo policía la bajaba de cuatro en cuatro. No habían recorrido la mitad de la distancia, cuando oyeron el entrechocar de las puertas.
Schiffer vociferó sin dejar de correr. Estaba a punto de llegar al andén, cuando Paul lo agarró del cuello y lo obligó a detenerse. El Cifra se quedó mudo de estupor. Las luces de los vagones se deslizaban sobre su arrugado rostro. Lo miraba con ojos de loco.
– ¡No debe vernos! -le gritó Paul a la cara. Schiffer seguía mirándolo asombrado, incapaz de recuperar el aliento-. Tenemos cuarenta segundos para llegar a la siguiente estación -dijo Paul bajando la voz, mientras el traqueteo del metro se convertía en un rumor-. Lo cogeremos en Château-d'Eau.
Les bastó una mirada para ponerse de acuerdo. Volvieron a subir las escaleras, cruzaron el bulevar a la carrera y se lanzaron de cabeza al interior del Golf.
Habían pasado veinte segundos.
Paul rodeó el Arco de Triunfo y torció a la derecha al tiempo que bajaba la ventanilla. Colocó el faro magnético en el techo del Golf y enfiló el boulevard Strasbourg con la sirena en marcha.
Recorrieron los quinientos metros en siete segundos. Al llegar al cruce con la rue du Château-d'Eau, Schiffer hizo amago de apearse. Paul volvió a retenerlo.
– Lo esperaremos fuera. No hay más que esas dos salidas. Números pares e impares del bulevar.
– ¿Quién nos dice que va a bajar aquí?
– Esperaremos veinte segundos. Si se ha quedado en el tren, aún tendremos veinte segundos para llegar a la estación del Este.
– ¿Y si tampoco baja allí?
– No saldrá del barrio turco. O va a esconderse o va a avisar a alguien. En ambos casos, lo hará aquí, en nuestro territorio. Tenemos que seguirlo hasta su destino. Ver adónde va.
El Cifra miró su reloj.
– Arranca.
Paul dio otra vuelta, de derecha a izquierda, de pares a impares, y apretó el acelerador. Podía sentir en sus venas la vibración del metro, que circulaba bajo las ruedas del Golf.
Diecisiete segundos después, frenaba ante la verja de la estación del Este y apagaba la sirena y el faro giratorio. Una vez más, Schiffer fue a saltar del coche y, una vez más, Paul se lo impidió.
– Nos quedamos aquí. Controlamos casi todas las salidas. La del centro. en la explanada de la estación. La de la rue du Faubourg-Saint-Martin, a la derecha. Y la de la rue 8 de Mai de 1945, a la izquierda. Son tres posibilidades de cinco.
– ¿Dónde están las otras dos?
– A ambos lados de la estación. En la rue du Faubourg-Saint-Martin y en la de Alsace.
– ¿Y si sale por una de las dos?
– Son las más alejadas del andén. Tardaría más de un minuto. Esperaremos treinta segundos. Si no aparece, usted se va a la rue d'Alsace, y yo, a la del Faubourg-Saint-Martin. Utilizaremos los móviles para mantenernos informados. No puede escapársenos.
Schiffer guardó silencio. Las arrugas que surcaban su frente traicionaban su desconcierto.
– ¿Cómo es posible que te sepas las salidas?
Paul sonrió sin apartar la vista del parabrisas.
– Me las he aprendido de memoria. Por si teníamos que perseguir a alguien.
El arrugado rostro de Schiffer le devolvió la sonrisa.
– Si ese tío no aparece, te parto la cabeza.
Diez, doce, quince segundos.
Los más largos de su vida. Paul observaba las figuras que emergían de las bocas del metro, zarandeadas por el viento. Ningún chándal Adidas.
El río de viajeros vibraba ante sus ojos, se agitaba al ritmo de sus latidos.
Treinta segundos.
Paul puso la primera y masculló:
– Lo dejo en la rue d'Alsace.
Arrancó con un chirrido de neumáticos, tomó la rue 8 de Mai, a su izquierda, y soltó al Cifra al comienzo de la rue d'Alsace, sin darle tiempo a abrir la boca. Giró en redondo, pisó a fondo el acelerador y no levantó el pie hasta llegar a la rue du Faubourg-Saint-Martin.
Habían transcurrido otros diez segundos.
A esa altura, la rue du Faubourg-Saint-Denis es muy distinta de su tramo inferior, la parte turca: aceras desiertas, almacenes y edificios de oficinas. Una vía de salida ideal.
Paul miró el segundero: cada salto de la aguja le encogía el corazón un poco más. La muchedumbre anónima se dispersaba, se perdía en aquella calle demasiado amplia. Miró de reojo hacia el interior de la estación. Vio la gran cristalera y pensó en un enorme invernadero lleno de gérmenes venenosos y plantas carnívoras.
Diez segundos.
Las posibilidades de ver aparecer el chándal Adidas se reducían casi a cero. Paul pensó en los convoyes que corrían bajo tierra, en las salidas de las grandes líneas y de los trenes de cercanías, que se dispersaban a cielo abierto; en los millares de rostros y conciencias que se apretujaban bajo los grises armazones.
No podía haberse equivocado. Sencillamente, no era posible. Treinta segundos.
Nada.
Oyó el timbre del portátil.
– Pedazo de idiota… -masculló la voz gutural de Schiffer.
Paul lo recogió al pie del paso elevado que comunica las dos mitades de la rue d'Alsace por encima del inmenso haz de vías de la estación del Este.
– Idiota -repitió el viejo policía subiendo al coche.
– Probaremos en la estación del Norte. Nunca se sabe…
– Y una mierda. Se acabó. Lo hemos perdido. -Aun así, Paul aceleró y se dirigió hacia el norte-. No debería haberte hecho caso -insistió Schiffer-. No tienes ninguna experiencia. No sabes nada de nada. No…
– Está ahí
Paul acababa de distinguir el chándal azul al final de la rue des Deux-Gares, en la acera de la derecha. El turco caminaba por la parte superior de la rue d'Alsace, justo encima de las vías.
– Será cabrón… -masculló el Cifra-. Ha utilizado la escalera exterior de la SCNF. Ha salido por los andenes. -Señaló el parabrisas con el índice-. Sigue todo recto. Nada de sirena. Nada de prisas. Lo cogeremos en la próxima calle. Discretamente.
Paul bajó a segunda con mano temblorosa y se mantuvo a veinte kilómetros por hora. Cuando cruzaron la rue La Fayette, el turco apareció cien metros más arriba. Miró a su alrededor y se quedó petrificado.
– ¡Mierda! -exclamó Paul recordando que había olvidado retirar el faro giratorio del techo del Golf.
El hombre echó a correr como alma que lleva el diablo. Paul pisó a fondo. El gigantesco puente que se abría ante ellos se le antojó un símbolo. Un gigante de piedra que extendía sus negros brazos bajo el cielo de tormenta.
Siguió acelerando y pasó al turco en mitad del puente. Schiffer saltó fuera sin esperar a que el coche se detuviera. Paul frenó, miró por el retrovisor y vio a Schiffer placando al turco como un medio de rugby.
Soltó una maldición, paró el motor y se apeó. El Cifra tenía al fulano cogido del pelo y le golpeaba la cabeza contra los barrotes de la verja. Como en un flashback, Paul volvió a ver la mano de Marius bajo la guillotina. Otra vez no.
Desenfundó la Glock y echó a correr hacia los dos hombres.
– ¡Basta!
En esos momentos, Schiffer estaba pasando a su víctima por encima de la verja. Su fuerza y su rapidez eran pasmosas. El del chándal agitaba las piernas en el aire, encajado entre dos remates puntiagudos.
Paul estaba convencido de que el Cifra iba a arrojarlo al vacío. Pero el viejo policía se encaramó a lo alto de la verja, se agarró a un pilar de piedra y, de un solo tirón, arrastró al turco junto a él.
La operación solo había durado unos segundos, y la proeza física que requería no hacía más que aumentar la leyenda negra que envolvía a Schiffer. Cuando Paul llegó a su altura, los dos hombres ya estaban fuera de su alcance, en el estrecho borde de la plataforma de hormigón. El sospechoso berreaba mientras su torturador lo arrinconaba contra el vacío lanzándole golpes y frases en turco alternativamente.
Paul empezó a trepar por la verja, pero se quedó inmóvil a medio camino.
– ¡BOZKURT! ¡BOZKURT! ¡BOZKURT!
Los gritos del turco resonaban en el aire húmedo cae la mañana. Paul pensó que pedía auxilio, pero vio que Schiffer lo soltaba y lo empujaba hacia la verja, como si hubiera obtenido lo que quería,