Se levantó y se acercó a la ventana del dormitorio. Los dos agentes seguían de plantón ante el instituto de enseñanza media Jacques-Decourt. Contempló los parterres de césped que flanqueaban la avenida en toda su longitud; los plátanos, que tendían sus desnudas ramas hacia el azul del cielo; la gris estructura del quiosco de la place d'Anvers… No pasaba ni un coche y, como siempre, la avenida parecía un desierto.
Le acudió a la mente una cita: «La angustia es física si el peligro es concreto; psicológica, si es instintivo». ¿Quién lo había escrito? ¿Freud? ¿Jung? En su caso, ¿cómo se manifestaría el peligro? ¿Lo eliminarían en la calle? ¿Lo sorprenderían mientras dormía? ¿O, simplemente, lo encerrarían en una prisión militar? ¿Lo torturarían para obtener todos los documentos relacionados con el programa?
Esperar. Tenía que esperar hasta la noche para poner en práctica su plan.
De pie ante la ventana, remontó mentalmente el camino que lo había conducido a donde estaba, la antecámara de la muerte.
Todo había empezado con el miedo.
Todo acabaría con él.
Su odisea había empezado en junio de 1985, cuando entró a formar parte del equipo del profesor Wayne C. Drevets, de la Universidad Washington de Saint Louis, estado de Missouri. Aquel grupo de científicos se había fijado una meta muy ambiciosa: localizar la zona del cerebro que desencadena el miedo utilizando la tomografía por emisión de positrones. Para alcanzar su objetivo habían diseñado un minucioso protocolo de experimentos destinados a provocar el terror en sujetos voluntarios. Aparición de serpientes, perspectiva de descargas eléctricas y amenazas similares, tanto más angustiosas cuanto que se harían esperar…
Tras varias series de pruebas, consiguieron delimitar la misteriosa zona. Estaba situada en el lóbulo temporal, en un extremo del circuito límbico, en una pequeña región llamada amígdala, una especie de nicho que constituye nuestro «arqueocerebro». La parte más antigua de nuestro órgano, que compartimos con los reptiles y que aloja igualmente el instinto sexual y la agresividad.
Ackermann recordaba la exaltación de aquellos momentos. Por primera vez contemplaba la actividad de las zonas cerebrales en la pantalla de un ordenador. Por primera vez observaba la mente en acción, sorprendía sus engranajes secretos. Lo sabía: había encontrado su camino y su transporte. La cámara de positrones sería el vehículo de su viaje al interior del córtex humano.
Se convertiría en un pionero, en un cartógrafo del cerebro.
A su regreso a Francia, redactó una petición de fondos a la atención del INSERM, el CNRS y la Escuela de Estudios Superiores en Ciencias Sociales, así como de varias universidades y hospitales de París, con vistas a aumentar sus posibilidades de obtener financiación.
Transcurrido un año sin obtener respuesta, se marchó a Inglaterra y se unió al equipo del profesor Anthony Jones, de la Universidad de Manchester. Con aquel nuevo grupo, se lanzaba a la exploración de otra región neuronal: la del dolor.
Por segunda vez, participó en series de análisis sobre sujetos que habían aceptado someterse a estímulos, en esta ocasión dolorosos. por segunda vez, vio iluminarse una región incógnita en los monitores: el país del sufrimiento. No era un territorio concentrado, sino un conjunto de puntos que se activaban simultáneamente, una especie de tela de araña desplegada por todo el córtex.
Un año después, el profesor Jones escribía en la revista Science: «Una vez registrada por el tálamo, el cíngulum y el córtex central interpretan la sensación de dolor de forma más o menos negativa. Ese es el momento en el que la sensación se convierte en sufrimiento».
Era un hecho de capital importancia. Confirmaba el papel fundamental del pensamiento en la percepción del dolor. Dado que el cíngulum funciona como un selector de asociaciones, se abría la posibilidad de atenuar la sensación de dolor mediante una serie de ejercicios puramente psicológicos, de disminuir su «resonancia» en el interior del cerebro y reorientarla. En el caso de una quemadura, por ejemplo, bastaba con pensar en el sol en vez de en la carne achicharrada para que la quemazón remitiera… El dolor podía combatirse con la mente: la misma topografía del cerebro lo demostraba.
Ackermann volvió a Francia lleno de proyectos. Ya se veía al mando de un grupo multidisciplinario de investigación, una entente de cartógrafos, neurólogos, psiquiatras, psicólogos… Ahora que el cerebro empezaba a desvelar sus claves fisiológicas, la colaboración entre todas las disciplinas era no solo posible, sino obligada. El tiempo de las rivalidades había acabado: bastaba con mirar el mapa y unir esfuerzos.
Pero, una vez más, sus peticiones de fondos toparon con el silencio. Desanimado, desesperado, se enterró en un laboratorio minúsculo en Maisons-Alfort, donde recurrió a las anfetaminas en un intento de recobrar la moral. Estimulado por los comprimidos de Benzedrina, no tardó en convencerse de que sus peticiones habían caído en saco roto por simple ignorancia, y no por indiferencia: las posibilidades del Petscan aún eran muy poco conocidas.
Ackermann decidió reunir todos los estudios internacionales sobre la cartografía del cerebro en un solo libro de carácter exhaustivo. Reanudó sus viajes. Tokio, Copenhague, Boston… Se entrevistó con neurólogos, biólogos, radiólogos… Desmenuzó sus artículos y redactó síntesis. En 1992 publicó una obra de seiscientas páginas titulada Diagnóstico funcional por imágenes y geografía cerebral, un auténtico atlas que mostraba un mundo nuevo, una geografía insólita, con sus propios continentes, mares, archipiélagos…
Pese al éxito del libro entre la comunidad científica internacional, las instituciones francesas persistieron en su silencio. Peor aún: en Orsay y Lyon se habían instalado dos cámaras de positrones sin que su nombre hubiera sido mencionado una sola vez. Ni siquiera le habían consultado. Explorador sin barco, Ackermann se sumergió aún más profundamente en su universo de síntesis. Si por un lado recordaba ciertas experiencias con el éxtasis que en esa época lo habían llevado más allá de sí mismo, por otro no olvidaba los malos viajes y los abismos a que habían abocado su mente.
Estaba en el fondo de una de esas simas cuando recibió la carta del Comisariado de la Energía Atómica.
En un primer momento creyó que seguía delirando. Luego se rindió a la evidencia: era una respuesta afirmativa. Dado que la utilización de una cámara de positrones lleva aparejada la inyección de un trazador radiactivo, el CEA se interesaba por su trabajo. Una comisión específica deseaba entrevistarlo para determinar la medida en que el CEA podría implicarse en la financiación de su programa.
A la semana siguiente, Eric Ackermann se presentó en la sede de Fontenay-aux-Roses. Sorpresa: el comité de recepción estaba mayoritariamente compuesto por militares. El neurólogo sonrió. Aquellos uniformes le recordaban su buena época, el 68, cuando era maoísta y se zurraba con los CRS en las barricadas de la rue Gay Lussac. El recuerdo acabó de enardecerlo. Tanto más cuanto que se había echado al coleto un puñado de Benzedrinas para darse ánimos. Si no conseguía convencer a aquellos espadones, se despacharía a gusto.
Su exposición duró varias horas. Comenzó por explicar que en 1985 la utilización del Petscan había permitido identificar la zona del miedo y que, una vez descubierta, se podía definir una farmacopea específica para atenuar su influencia sobre la mente del hombre. Se lo contó a los militares.
A continuación, describió los trabajos del profesor Jones, que lo habían llevado a localizar el circuito neuronal del dolor, y añadió que era posible limitar el sufrimiento asociando esas localizaciones a un condicionamiento psicológico.
Lo dijo ante un comité de generales y psiquiatras del ejército. Luego pasó revista a otras investigaciones sobre la esquizofrenia, la memoria, la imaginación…
Con gran alarde de gestos, estadísticas y bibliografía, les dejó entrever posibilidades fabulosas: en adelante, gracias a la cartografía cerebral, sería posible observar, controlar, modelar el cerebro humano.
Un mes más tarde volvieron a convocarlo. Estaban dispuestos a financiar su proyecto, con la condición expresa de que se instalara en el Instituto Henri-Becquerel, un hospital militar situado en Orsay. Además, tendría que colaborar con sus colegas del ejército con absoluta transparencia.
Era para troncharse: ¡iba a trabajar para el Ministerio de Defensa!. Él, un típico producto de la contracultura de los setenta, un psiquiatra chiflado que funcionaba a base de anfetas… Se dijo que sabría ser más astuto que sus socios, que sabría manipularlos sin dejarse manipular.
Se equivocaba de medio a medio.
Volvió a sonar el teléfono.
Ni se molestó en contestar. Descorrió los visillos y miró por la ventana sin, disimulo. Los centinelas seguían en su puesto.
La avenue Trudaine ofrecía una delicada policromía de marrones: barro seco, oro sucio, metal viejo… Por algún extraño motivo, contemplarla siempre le hacía pensar en un templo chino o tibetano cuya pintura, desconchada, amarilla o herrumbrosa, revelaba la corteza de otra realidad.
Eran las cuatro y el sol aún estaba alto.
De repente, decidió no esperar hasta la noche.
Estaba demasiado impaciente por huir.
Cruzó el salón, cogió el bolso de viaje y abrió la puerta.
Todo había empezado con el miedo.
Todo acabaría con él.
Bajó al aparcamiento del edificio por la escalera de emergencia. Se detuvo en el umbral y escudriñó la penumbra: nadie. Cruzó el garaje y descorrió el cerrojo de una puerta metálica disimulada detrás de una columna. Recorrió el pasillo y llegó a la estación de metro Anvers. Miró a sus espaldas: no lo seguía nadie.