Otra mentira. Por supuesto que sabía la suerte que correría. ¿Qué hacer con una cobaya tan comprometedora? Lobotomizarla o eliminarla. Cuando Anna retomó la palabra, parecía haber intuido aquella siniestra realidad. Su voz era fría como la hoja de un cuchillo:
– ¿Quién es Laurent Heymes?
– Exactamente quien dice ser: el director de Estudios y Sondeos del Ministerio del Interior.
– ¿Por qué se prestó a esta mascarada?
– Debido a su mujer. Era depresiva, incontrolable… En los últimos tiempos, Laurent intentó hacerla trabajar. Una misión particular en el Ministerio de Defensa, relacionada con Siria. Anna robó unos documentos. Pretendía venderlos a las autoridades de Damasco para huir no se sabe adónde. Una chiflada. El asunto se descubrió. Anna se vino abajo y se suicidó.
– ¿Y ese asunto seguía siendo un medio de presión sobre Hemes, incluso después de la muerte de su mujer? -preguntó Mathilde, horrorizada.
– Temía el escándalo. Su carrera se habría ido al traste. Un alto funcionario casado con una espía… Charlier posee un expediente completo sobre el asunto. Tiene cogido a Laurent, como tiene cogido a todo el mundo.
– ¿Todo el mundo?
– Alain Lacroux. Pierre Caracilli. Jean-François Gaudemer -enumeró Ackermann volviéndose una vez más hacia Anna-. Los supuestos altos funcionarios con los que solías cenar.
– ¿Quiénes son?
– Payasos, delincuentes y policías corruptos sobre los que Charlier posee información. No tenían más remedio que prestarse a esas carnavaladas.
– ¿Qué fin tenían esas cenas?
– Fue idea mía. Quería confrontar tu mente con el mundo exterior, observar tus reacciones. Se filmaba todo. Y se grababan las conversaciones. Debes comprender que tu vida entera era falsa: el piso de la avenue Hoche, la portera, los vecinos… Todo estaba bajo nuestro control.
– Una rata de laboratorio…
Ackermann se levantó y quiso dar unos pasos, pero apenas había espacio entre la puerta del Volvo y la pared del aparcamiento, de modo que volvió a dejarse caer en el asiento.
– Este programa es una revolución científica -repuso con voz ronca-. No debía coartarnos ninguna consideración moral.
Anna le tendió otro cigarrillo por encima de la puerta. Parecía dispuesta a perdonarlo, a condición de que les proporcionara todos los detalles.
– ¿Y la Casa del Chocolate?
Al encender el Marlboro, advirtió que temblaba. Se avecinaba una crisis. El mono no tardaría en aullar bajo su piel.
– Ese fue uno de los problemas -murmuró tras una nube de humo-. Lo del trabajo nos cogió desprevenidos. Tuvimos que reforzar la vigilancia. Había policías observándote permanentemente. El aparcacoches de un restaurante, creo…
– La Marea.
– La Marea, eso es.
– Cuando trabajaba en la Casa del Chocolate, había un cliente que venía a menudo. Un hombre al que tenía la sensación de conocer. ¿Era policía?
– Es posible. No conozco todos los detalles. Todo lo que sé es que te nos escapabas de las manos. -La luz volvió a apagarse y Mathilde, a encenderla-. Pero el auténtico problema eran las crisis -siguió diciendo Ackermann-. Enseguida intuí que había algún fallo. Y que la cosa iría a peor. El problema con las caras no era más que el primer síntoma; tus verdaderos recuerdos estaban volviendo a la superficie.
– ¿Por qué las caras?
– Ni idea. Estamos en la pura experimentación. -Las manos le temblaban cada vez más. Procuró concentrarse en lo que decía-. Cuando Laurent te descubrió observándolo en plena noche, comprendimos que el problema era grave. Había que internarte.
– ¿Por qué querías hacerme una biopsia?
– Para quedarme tranquilo. Cabía la posibilidad de que las dosis masivas de Oxígeno-15 hubieran causado una lesión. ¡Necesitaba comprender lo que había ocurrido!
Ackermann calló bruscamente, arrepentido de haber gritado. Tenía la sensación de que un encadenamiento de cortocircuitos hacía crepitar su piel. Tiró el cigarrillo y se agarró los muslos. ¿Cuánto tiempo podría aguantar así?
Mathilde Wilcrau pasó a la pregunta crucial:
– Los hombres de Charlier, ¿dónde buscan? ¿Cuántos son?
– No lo sé. Estoy fuera de juego. Para Charlier, el programa está cerrado. No tiene más que una prioridad: encontrar a Anna y retirarla de la circulación. Leéis los periódicos. Sabéis lo que pasa con los medios, con la opinión pública, cuando se descubre una simple escucha telefónica no autorizada. Imaginad lo que ocurriría si el proyecto saliera a la luz.
– Así que soy la pieza que hay que abatir… -murmuró Anna.
– La paciente que hay que tratar, más bien. No sabes lo que tienes en la cabeza. Debes entregarte, ponerte en manos de Charlier. En nuestras manos. Es la única manera de que te cures… ¡Y de que todos nos salvemos! -Las miró por encima de las gafas. Las veía borrosas. Mejor así-. ¡Dios santo, no conocéis a Charlier! insistió-. Estoy seguro de que ha actuado con total ilegalidad. Y ahora está haciendo limpieza. A estas horas, ni siquiera sé si Laurent seguirá vivo. La cosa está jodida, a menos que aún podamos tratarte…
La voz se ahogó en su garganta. ¿Para qué continuar? Él tampoco creía en esa posibilidad.
– Todo eso no explica por qué le cambió el rostro -dijo Mathilde con su flema habitual.
Ackermann sintió que sus labios esbozaban una sonrisa: esperaba aquella pregunta desde el principio.
– Nosotros no te cambiamos el rostro.
– ¿Cómo?
El neurólogo volvió a mirarlas a través de los cristales de las gafas. La estupefacción había petrificado sus facciones. Clavó los ojos en las pupilas de Anna.
– Cuando te encontramos, ya tenías ese aspecto. Al hacerte las primeras tomografías, descubrí las cicatrices, los implantes, los clavos… Era increíble. Una operación de estética completa. Una intervención que debió de costar una fortuna. Desde luego, nada que pueda pagarse una obrera ilegal.
– ¿Qué quieres decir?
– Que no eres una obrera. Charlier y los demás se equivocaron. Creían que habían secuestrado a una turca anónima. Pero eres mucho más que eso. Por disparatado que pueda parecer, creo que ya te escondías en el barrio turco cuando la policía te encontró.
Anna rompió a llorar.
– No es posible… No es posible… ¿Cuándo acabará todo esto?
– En cierto sentido -siguió diciendo Ackermann con extraño encarnizamiento-, eso explica el éxito de la manipulación. Yo no soy un mago. Jamás habría podido transformar hasta ese punto a una obrera recién llegada de Anatolia. Sobre todo, en unas semanas. El único que se lo traga es Charlier.
Mathilde se detuvo sobre aquel último punto:
– ¿Qué dijo cuándo le explicaste que Anna se había operado la cara?
– No se lo dije. Era algo delirante; se lo oculté a todo el mundo. -Ackermann miró a Anna-. Incluso cambié las radiografías el pasado sábado, cuando viniste a Becquerel. Las cicatrices aparecían en todas las placas.
– ¿Por qué lo hacías? -preguntó la joven secándose las lágrimas.
– Quería completar el experimento. Era una ocasión demasiado buena… Tu estado físico era ideal para intentarlo. Solo importaba el programa…
Anna y Mathilde se quedaron mudas.
Cuando la pequeña Cleopatra recobró el habla, su voz era tan seca como una hoja de incienso.
– Si no soy Anna Heymes ni Sema Gokalp, ¿quién soy?
– No tengo ni la menor idea. Una intelectual, una refugiada política… O una terrorista. Yo…
Los fluorescentes se apagaron por enésima vez. Mathilde no se movió. La oscuridad parecía espesa como el alquitrán. Me he equivocado, pensó por un breve instante. Van a matarme. Pero la voz de Anna resonó en la tiniebla:
– Solo hay un medio de saberlo. -Nadie encendía la luz. Eric Ackermann adivinaba el resto. De pronto, muy cerca de él, Anna murmuró-:Vas a devolverme lo que me robaste. Mi memoria.
Se había librado del chico, y eso ya era algo.
Tras la persecución del hombre del chándal y sus revelaciones, Jean-Louis Schiffer había llevado a Paul Nerteaux a una cervecería de enfrente de la estación del Este, La Strasbourgeoise, y había vuelto a explicarle cuáles eran los auténticos retos de la investigación, que podían resumirse en «cherchez la femme». Por el momento, no importaba nada más, ni las víctimas ni los asesinos. Tenían que descubrir quién era el objetivo de los Lobos Grises, la mujer que buscaban en el barrio turco desde hacía cinco meses y que aún no habían encontrado.
Por fin, al cabo de una hora de discusiones, Paul Nerteaux había capitulado y dado un giro de ciento ochenta grados. Su inteligencia y su capacidad de adaptación no dejaban de asombrar a Schiffer. Luego, el propio Nerteaux había definido la nueva estrategia.
Primer punto: elaborar un retrato robot de la Presa basado en las fotografías de las tres muertas y, acto seguido, lanzar un aviso de búsqueda en el barrio turco.
Segundo: multiplicar las patrullas, los controles de identidad y los registros a lo largo y ancho de la Pequeña Turquía. Según Nerteaux, por inútil que pudiera parecer, un peinado de esas características podía ponerles en las manos a la mujer por puro azar. No sería la primera vez: tras veinticinco años de fugas, Toto Riina, el jefe supremo de la Cosa Nostra, había sido detenido en pleno Palermo gracias a un control de identidad rutinario.
Tercero: volver a visitar a Marius, el jefe de la Iskele, y examinar sus archivos para comprobar si había otras trabajadoras con el perfil de las víctimas. A Schiffer le encantaba la idea, aunque no podía volver allí tras el tratamiento al que había sometido al negrero.