El Imperio De Los Lobos - Страница 8


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Durante esos años, controla una red de confidentes, bordea la ilegalidad -juego, prostitución, droga- y mantiene relaciones ambiguas pero eficaces con los jefes de cada comunidad. Y alcanza una cifra récord de éxitos en sus investigaciones.

Según una opinión sólidamente establecida en las altas esferas, a él y solo a él se debe la relativa calma de esa parte del Distrito Décimo entre 1978 y 1998. En un hecho excepcional, Jean-Louis Schiffer llega a beneficiarse de una prolongación del servicio de 1999 a 2001.

En abril de ese último año, el policía pasa oficialmente a la situación de retiro. En su activo: cinco condecoraciones, incluida la Orden del Mérito, doscientas treinta y nueve detenciones y cuatro muertos por bala. A sus cincuenta y un años, no ha pasado de simple inspector. Un trotacalles, un hombre de acción reinando sobre un solo y único territorio.

Esto en lo tocante al Hierro.

En cuanto al Cifra, sale a la luz en 1971, cuando el policía es sorprendido zurrándole la badana a una prostituta en la rue Michodiére, en el barrio de La Madelaine. La investigación de la IGS, asociada a la de la Brigada Antivicio, queda en agua de borrajas. Ninguna peripatética se aviene a testificar contra el hombre de la melena plateada. En 1979 se registra otra queja. Se rumorea que Schiffer cobra protección a las putas de las calles Jérusalem y Saint-Denis.

Nueva investigación, nuevo fracaso.

El Cifra sabe nadar y guardar la ropa.

Los asuntos serios empiezan en 1982. En la comisaría de Bonne Nouvelle, un alijo de heroína se volatiliza tras la desarticulación de una red de traficantes turcos. El nombre de Schiffer está en todas las bocas. El policía es sometido a examen. Pero al cabo de un año sale limpio como una patena. Ninguna prueba, ningún testigo.

En el curso de los años, otras sospechas planean sobre el Cifra. Porcentajes obtenidos de la extorsión; comisiones sobre actividades de juegos y apuestas; chanchullos con los propietarios de bares del barrio; proxenetismo… Es evidente que el policía se lucra de mil modos distintos, pero nunca lo cogen con las manos en la masa. Schiffer controla su sector, y lo controla férreamente. Dentro del propio cuerpo, los investigadores de la IGS topan con el mutismo de sus colegas policías.

A los ojos de todo el mundo, el Cifra es ante todo el Hierro. Un héroe, un campeón del orden público con una impresionante hoja de servicio.

No obstante, un último patinazo está a punto de hacerlo caer. Octubre de 2000. En las vías de la estación del Norte, aparece el cuerpo de Gazil Hemet, un inmigrante ilegal turco. Hemet, sospechoso de tráfico de estupefacientes, había sido detenido por Schiffer el día anterior. Acusado de «violencia voluntaria», el policía asegura haber liberado al sospechoso antes del final del período de detención, cosa insólita en él.

¿Murió Hemet a consecuencia de una paliza? La autopsia no aporta ninguna respuesta clara: el tren Thalys de las ocho y diez ha destrozado el cadáver. Pero un contraexamen médico-legal señala la existencia de misteriosas «lesiones» que hacen pensar en actos de tortura. Esta vez, Schiffer parece enfrentarse a la perspectiva de una buena temporada a la sombra.

Sin embargo, en abril de 2001 la sala de acusación renuncia una vez más a procesar al sospechoso. ¿Qué ha ocurrido? ¿Con qué apoyos cuenta Jean-Louis Schiffer? Paul se había entrevistado con los oficiales de la Inspección General de los Servicios encargados de la investigación. No habían querido responder; sencillamente, estaban asqueados. Tanto más cuanto que unas semanas después Schiffer en persona los invitó a su «fiesta de despedida».

Corrupto, violento y fanfarrón.

Esa era la basura que Paul se disponía a conocer.

La vía de salida hacia Amiens lo devolvió a la realidad. Paul abandonó la autopista y tomó la nacional. Un puñado de kilómetros más adelante vio aparecer el letrero indicador de Longéres.

Paul tomó la departamental y llegó al pueblo en cuestión de minutos. Lo atravesó sin disminuir la velocidad y vio otra carretera que descendía hacia un valle lavado por la lluvia. Contemplando la alta y lustrosa hierba, Paul tuvo una especie de iluminación: acababa de comprender por qué se había acordado de su padre mientras iba al encuentro de Jean-Louis Schiffer.

A su manera, el Cifra era el padre de todos los policías. Mitad héroe, mitad demonio, encarnaba por sí solo lo mejor y lo peor, la rectitud y la corrupción, el Bien y el Mal. Una figura fundadora, un Gran Todo al que Paul admiraba a su pesar, como había admirado, desde el fondo de su odio, a su alcohólico y violento padre.

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Cuando Paul encontró el edificio que buscaba, le faltó poco para echarse a reír. Con su muro de circunvalación y sus dos torres en forma de mirador, la residencia para jubilados de la policía en Longéres se parecía a una cárcel como una gota de agua a otra.

Al otro lado del muro, el parecido no hacía más que aumentar. El patio estaba encuadrado por tres cuerpos de edificio dispuestos en forma de herradura, con galerías de arcadas negras. Un grupo de hombres jugaba a la petanca desafiando la lluvia; llevaban chándal y recordaban a los internos de cualquier prisión del mundo. No muy lejos, tres agentes de uniforme, que sin duda habían acudido a visitar a un pariente, podían pasar por carceleros sin dificultad.

Paul se recreó en la ironía de la situación. El asilo de Longéres, financiado por la Mutualidad Nacional de la Policía, era la residencia más importante a disposición de los agentes jubilados. Acogía a números y mandos, siempre que no sufrieran «ningún trastorno psicosomático de origen o repercusiones etílicos». Ahora resultaba que el célebre remanso de paz, con sus espacios amurallados y su población exclusivamente masculina, no era otra cosa que un centro de detención como cualquier otro. Devuélvase al remitente, se dijo Paul.

Llegó a la entrada del edificio principal y empujó la puerta acristalada. Un vestíbulo cuadrado y tenebroso daba a una escalera iluminada por una claraboya de cristal esmerilado. Reinaba allí un sofocante calor de terrario, que hedía a antibióticos y orines.

Paul se dirigió a la puerta de vaivén situada a su izquierda, de la que salía un fuerte olor a manduca. Era mediodía. Los jubilados debían de estar meneando el bigote.

Al otro lado, descubrió un refectorio de paredes amarillas y suelo de linóleo rojo sangre. Sobre las largas mesas de acero inoxidable, los platos y los cubiertos estaban cuidadosamente colocados y las cacerolas de sopa humeaban. Todo estaba dispuesto, pero no se veía un alma.

Paul oyó ruido en la habitación contigua y avanzó hacia ella con la sensación de que las suelas de los zapatos se le hundían en el suelo coagulado. En aquel sitio cada detalle contribuía al letargo general; cada paso te hacía sentir un poco más viejo.

Cruzó el umbral. Una treintena de jubilados veían la televisión de pie, dándole la espalda. «Pequeña Alegría acaba de adelantar a Bartok…» Una hilera de caballos galopaba en la pantalla.

Paul se acercó y advirtió, a su izquierda, en otra habitación, a un viejo sentado a solas. Instintivamente, se detuvo para observarlo con atención. Encorvado, tembloroso encima de su plato, el hombre hurgaba en un bistec con la punta del tenedor.

Paul tuvo que rendirse a la evidencia: aquel carcamal era su hombre.

El Cifra y el Hierro.

El policía de las doscientas treinta y nueve detenciones.

Paul entró en la sala. A sus espaldas, el comentarista se atragantaba por momentos: «Pequeña Alegría, Pequeña Alegría se mantiene en cabeza…». Comparado con las últimas fotos que Paul había podido contemplar, Jean-Louis Schiffer había envejecido veinte años.

Sus facciones, antaño regulares, habían enflaquecido y se tensaban sobre los huesos como sobre un potro de tortura; la piel, gris y agrietada, le colgaba floja, sobre todo en el cuello, y recordaba las escamas de un reptil; sus ojos, de un azul metálico, apenas se percibían bajo los párpados entrecerrados. El antiguo policía ya no lucía la célebre melena plateada; ahora llevaba el pelo muy corto, casi al cepillo. La noble cabellera de plata había cedido el sitio a un cráneo de hojalata.

Su cuerpo, aún poderoso, estaba enfundado en un chándal de color añil cuyo ancho cuello formaba un par de alas onduladas sobre sus hombros. Junto al plato, Paul vio un fajo de quinielas hípicas. Jean Louis Schiffer, la leyenda de las calles, se había convertido en el corredor de apuestas de una banda de agentes de la circulación jubilados.

¿Cómo se le había ocurrido acudir a aquel vejestorio en busca de ayuda? Pero era demasiado tarde para echarse atrás. Paul se puso el cinturón, el arma, las esposas y la cara de antaño: mirada al frente y mandíbulas apretadas. Los ojos de hielo ya se habían posado en él, Cuando lo tuvo a unos pasos, el anciano le espetó:

– Eres demasiado joven para ser de la IGS.

– Capitán Paul Nerteaux, primera DPJ, Distrito Décimo.

Lo había dicho en un tono militar que lamentó de inmediato, pero el viejo preguntó:

– ¿Rue de Nancy?

– Rue de Nancy.

La pregunta era un cumplido indirecto: aquella dirección albergaba el SARIJ, el servicio judicial de la zona. Schiffer había reconocido en Paul al investigador, al policía de calle.

Paul acercó una silla y lanzó una mirada involuntaria a los apostadores, que seguían plantados delante del televisor. Schiffer siguió su mirada y se echó a reír.

– Te pasas la vida enchironando a la chusma y, al final, ¿para qué? Para acabar también tú en el trullo.

El Hierro se llevó un trozo de filete a la boca. Sus mandíbulas se movieron bajo la piel como engranajes potentes y bien engrasados. Paul rectificó su veredicto: el Cifra no estaba tan acabado como parecía. Para quitarle el polvo a aquella momia, bastaba con soplarle encima.

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