En cuanto a los pros, era bastante bien parecido; al menos, eso era lo que le daban a entender las prostitutas que le silbaban y lo llamaban de todo cuando recorría los barrios calientes en busca de traficantes. Cabellos de indio, lisos y negros; facciones regulares; ojos de color café. Una figura seca y nerviosa, no muy alta, pero aupada en las gruesas suelas de unas botas militares. Casi un muñeco, si no hubiera tenido buen cuidado de ostentar una mirada dura, ensayada ante el espejo, y una barba de tres días, que atenuaba su guapura.
Del lado de los contras, solo se le ocurría uno, pero gordo: era madero.
Cuando comprobó los antecedentes penales de la chica, comprendió que el obstáculo amenazaba con convertirse en insalvable. Reyna Brendosa, veinticuatro años, con domicilio en Sarcelles, rue Gabriel-Péri 32, era miembro activo de la Liga Comunista Revolucionaria, facción dura; afiliada a las Tutte Bianche, grupo antimundialista italiano que propugnaba la desobediencia civil; detenida en varias ocasiones por vandalismo, desórdenes públicos y comportamiento violento. Una auténtica bomba.
Paul dejó el ordenador y volvió a contemplar a la criatura que lo observaba desde el otro lado del escritorio. Sus iris negros, realzados con kohl, lo vapuleaban con más fuerza que los dos camellos zaireños que le habían sacudido el polvo una noche de despiste, en Château-Rouge.
Jugueteó con su documento de identidad, como hacen todos los polis, y le preguntó:
– ¿Te divierte andar por ahí rompiéndolo todo?
Silencio.
– ¿Te excita la violencia?
Silencio. Luego, de pronto, su voz, grave y lenta:
– La auténtica violencia es la propiedad privada. El expolio de las masas. La alienación de las conciencias. La peor de todas, escrita y autorizada por las leyes.
– Esas ideas están desfasadas. ¿No te habías enterado?
– Nada ni nadie impedirá la caída del capitalismo.
– Mientras tanto, vas a pasar tres meses a la sombra. Reyna Brendosa sonrió.
– Te haces el soldadito, pero no eres más que un peón. Soplo y desapareces.
Paul también sonrió. Ninguna mujer le había hecho sentir aquella mezcla de irritación y fascinación, aquel deseo violento, pero teñido de prevención.
Tras la primera noche, le pidió volver a verla; ella lo llamó «sucio madero». Un mes más tarde, cuando ya dormía en su casa todas las noches, le propuso que se instalara con él; ella lo mandó al infierno. Algún tiempo después, le pidió que se casara con él; ella soltó la carcajada.
Se casaron en Portugal, cerca de Oporto, en el pueblo natal de Reyna. Primero, en la alcaldía comunista; luego, en una pequeña iglesia. Un sincretismo de fe, socialismo y sol. Uno de los mejores recuerdos de Paul.
Los meses que siguieron fueron los más felices de su vida. Paul no dejaba de maravillarse. Reyna le parecía desencarnada, inmaterial; luego, un instante después, un gesto, una expresión, le daban una presencia, una sensualidad increíbles, casi animales. Podía pasarse horas expresando sus ideas políticas, describiendo sus utopías, citando a filósofos de los que Paul no había oído hablar jamás, y luego, con un solo beso, recordarle que era un ser rojo, orgánico, palpitante.
Su aliento olía a sangre: no paraba de mordisquearse los labios. En cualquier circunstancia parecía captar la respiración del mundo en todo momento, coincidir con los mecanismos más profundos de la naturaleza. Poseía una especie de percepción interna del universo, algo freático, subterráneo, que la ligaba a las vibraciones de la tierra y a los instintos de la vida.
Paul amaba su parsimonia, que le daba una gravedad de tañido fúnebre. Amaba su intenso sufrimiento frente a la injusticia, la miseria, la deriva de la humanidad. Amaba aquel camino de mártir que había elegido y que elevaba su vida cotidiana a la altura de una tragedia. Su vida con Reyna se parecía a una ascesis, una preparación a un oráculo. Un camino religioso, de trascendencia y exigencia.
Reyna, o la vida de ayuno… Esa sensación apuntaba lo que estaba por venir. A finales de verano de 1994, le anunció que estaba embarazada. Paul se lo tomó como una traición: le robaban su sueño. Su ideal se hundía en la banalidad de la fisiología y la familia. En el fondo, sentía que iba a quedarse sin ella. Físicamente sobre todo, pero también moralmente. Sin duda, la vocación de Reyna cambiaría; su utopía iba a encarnarse en su metamorfosis interior…
Fue exactamente lo que ocurrió. De la noche a la mañana, Reyna le dio la espalda, se negó a que la tocara. Ya no reaccionaba a su presencia más que distraídamente. Se había convertido en un templo prohibido, cerrado en torno a un solo ídolo: su hijo. Paul habría podido adaptarse a aquel estado de cosas, pero percibía algo más, una mentira más profunda que no había apreciado hasta entonces.
Tras el parto, en abril del 95, sus relaciones se estancaron definitivamente. Se mantenían como dos extraños. A pesar de la presencia de la recién nacida, en el aire había un perfume fúnebre, una vibración malsana. Paul intuía que se había convertido en un objeto de repulsión total para Reyna.
Una noche no pudo aguantar más y le preguntó:
– ¿Ya no me deseas?
– No.
– ¿No volverás a desearme nunca?
– No.
Paul dudó un instante antes de hacer la pregunta fatal:
– ¿Me has deseado alguna vez?
– No, nunca.
Para ser policía, no había tenido mucho olfato… Su encuentro, su relación, su matrimonio, no habían sido más que una impostura, un camelo.
Una maquinación cuyo único objetivo era el hijo.
El divorcio fue cosa de unos meses. Ante el juez, Paul alucino, literalmente. Oía una voz ronca resonando en el despacho, y era la suya; sentía una lija arañándole el rostro, y era su barba. Flotaba en la habitación como un fantasma, un espectro alucinado. Dijo que sí a todo, pensión y concesión de la custodia; no luchó por nada. Le daba todo absolutamente igual, prefería meditar sobre la perfidia del complot. Había sido víctima de una colectivización un tanto especial. Reyna la marxista se había apropiado de su esperma. Había practicado una fecundación in vivo, al estilo comunista.
Lo más gracioso era que no conseguía odiarla. Al contrario, seguía admirando a aquella intelectual ajena al deseo. Estaba seguro: Reyna no volvería a mantener relaciones sexuales. Ni con hombres ni con mujeres. Y la idea de aquella criatura idealista que simplemente quería dar vida, sin pasar por el placer y la convivencia, lo dejaba atónito, sin palabras y sin ideas.
A partir de ese momento, Paul empezó a derivar, al modo de un río de aguas cansadas que busca su mar de fango. En el trabajo iba de mal en peor. Ya no pisaba el despacho de Nanterre. Se pasaba la vida en los barrios más sórdidos, codeándose con chusma de la peor estofa, fumando un canuto tras otro, conviviendo con traficantes y yonquis, mezclándose con los peores desechos humanos…
Luego, en primavera de 1998, aceptó verla.
Se llamaba Céline y tenía tres años. Los primeros fines de semana fueron mortales. Parques, tiovivos, nubes de algodón dulce: el aburrimiento sin paliativos. Después, poco a poco, Paul descubrió una presencia que no esperaba. Una transparencia que circulaba a través de los gestos de la niña, de su rostro, de sus expresiones; un flujo dúctil, caprichoso y saltarín, cuyas vueltas y revueltas lo fascinaban.
Una mano vuelta hacia el exterior con los dedos juntos, para subrayar una evidencia; una manera de inclinarse hacia delante y de finalizar el movimiento con una mueca traviesa; la voz ronca, un atractivo singular que lo hacía estremecerse como el contacto de un tejido o una corteza. Bajo la niña palpitaba ya una mujer. No su madre -cualquiera menos su madre-, sino una criatura retozona, viva, única.
Sobre la tierra había algo nuevo: Céline existía.
Paul dio un giro radical y ejerció, al fin y con pasión, sus derechos de padre. Los encuentros regulares con su hija lo reconstituyeron. partió a la reconquista de su autoestima. Se imaginó convertido en héroe, en un superpolicía incorruptible, libre de tacha.
Un hombre que iluminaría el espejo con su imagen cada mañana.
Para su rehabilitación, eligió el único territorio que conocía: el mundo del crimen. Se olvidó del concurso de ascenso a comisario y solicitó el traslado a la Brigada Criminal de París. A pesar de su período flotante, obtuvo un puesto de capitán en 1999. Se convirtió en un investigador encarnizado, incansable. Y se puso a esperar el caso que lo encumbraría. El tipo de investigación que ambiciona cualquier policía motivado: una caza del monstruo, un duelo singular, un mano a mano con un enemigo digno de ese nombre.
Fue entonces cuando oyó hablar del primer cuerpo.
Una mujer pelirroja torturada y desfigurada, descubierta bajo una puerta cochera cerca del boulevard Strasbourg, el 15 de noviembre de 2001. Ni sospechoso, ni móvil, ni, en cierto modo, víctima… El cadáver no correspondía con ningún aviso de desaparición. Las huellas digitales no estaban fichadas. En la Criminal, el asunto ya estaba clasificado. Sin duda, una historia de puta y chulo; la rue Saint-Denis estaba apenas a doscientos metros. A Paul el instinto le decía otra cosa. Consiguió el dossier: atestado, informe del forense, fotografías del fiambre… Durante la Navidad, mientras todos sus compañeros estaban en familia y Céline con sus abuelos, en Portugal, estudió a fondo la documentación. No tardó en comprender que no se trataba de un asunto de proxenetismo. La diversidad de las torturas y las mutilaciones del rostro no cuadraban con la hipótesis de un rufián. Además, si la víctima hubiera sido realmente una fulana, el control de las huellas habría dado un resultado: todas las prostitutas del Distrito Décimo estaban fichadas.