Decidió permanecer atento a lo que pudiera ocurrir en el barrio de Strasbourg-Saint-Denis. No tuvo que esperar demasiado. El 10 de enero de 2002 se descubría el segundo cadáver en el patio de un taller turco de la rue du Faubourg Saint-Denis. El mismo tipo de víctima -pelirroja, sin correspondencia con ningún aviso de búsqueda-, las mismas marcas de torturas, los mismos cortes en el rostro.
Paul procuró mantener la calma, pero estaba seguro de que tenía «su» serie. Se presentó ante el juez de instrucción responsable del caso, Thierry Bomarzo, y consiguió la dirección de la investigación. Desgraciadamente, la pista ya estaba fría. Los chicos de las fuerzas del orden habían pisoteado el escenario del crimen y la policía científica no había encontrado nada.
Paul comprendió oscuramente que debía acechar al asesino en su propio terreno, introducirse en el barrio turco. Hizo que lo trasladaran a la DPJ del Distrito Décimo como simple investigador del SARIJ (Servicio de Acogida y Reconocimiento de Investigación Judicial) de la rue de Nancy. Volvió al día a día del agente de base: escuchar a viudas timadas, tenderos víctima de hurtos y vecinos protestones.
Así transcurrió todo febrero. Paul tascaba el freno. Temía y a la vez esperaba el siguiente asesinato. Alternaba los momentos de exaltación y los días de absoluta desmoralización. Cuando tocaba fondo, iba a visitar las tumbas anónimas de las dos víctimas, en la fosa común de Thiais, en el Val-de-Marne.
Allí, ante las losas de piedra sin más adorno que un número, juraba a las dos mujeres que las vengaría, que encontraría al demente que las había martirizado. Luego, en un rincón de su cabeza, le hacía otra promesa a Céline. Sí: atraparía al asesino. Por ella. Por él. Para que todo el mundo supiera que era un gran policía.
El tercer cadáver se descubrió al alba del 16 de marzo de 2002. Los azules de servicio lo llamaron a las cinco de la mañana. Un aviso de los basureros: el cuerpo se encontraba en el foso del hospital de Saint-Lazare, un edificio de ladrillos abandonado del boulevard Magenta. Paul ordenó que no fuera nadie allí hasta pasada una hora, cogió la chaqueta y salió a toda prisa hacia el escenario del crimen. Se lo encontró desierto, sin un agente ni un faro giratorio que perturbara su concentración.
Un auténtico milagro.
Podría husmear el rastro del asesino, entrar en contacto con su olor, su presencia, su locura… Pero fue una nueva decepción. Esperaba encontrar indicios materiales, una puesta en escena peculiar a modo de firma. No encontró más que un cuerpo abandonado en una zanja de hormigón. Un cadáver lívido, mutilado, coronado por un rostro desfigurado bajo un pelaje de color cera.
Paul comprendió que estaba atrapado entre dos silencios. El silencio de las muertas y el del barrio.
Se marchó derrotado, desesperado, sin esperar siquiera a que llegara el furgón del servicio urgente de policía. Luego vagó por la rue Saint-Denis y vio despertar la Pequeña Turquía. Los comerciante, que abrían sus tiendas; los obreros que apretaban el paso hacia lo, talleres; los mil y un turcos que se abandonaban a su destino… De pronto, una convicción se le impuso con fuerza: aquel barrio de inmigrantes era el bosque en el que se escondía el asesino. Una jungla impenetrable en la que se internaba en busca de refugio y seguridad.
Solo no conseguiría hacerlo salir.
Necesitaba un guía. Un batidor.
De paisano, Jean-Louis Schiffer parecía otra cosa.
Llevaba una chaqueta de caza Barbour verde oliva y un pantalón de terciopelo de un tono más claro, que caía pesadamente sobre unos zapatos gruesos de estilo Church, relucientes como castañas.
El atuendo le daba cierta elegancia, que no atenuaba su corpulencia. Espaldas anchas, torso fornido, piernas arqueadas… En aquel hombre todo emanaba fuerza, solidez, violencia. No cabía duda que aquel policía podía aguantar el retroceso de un Manhurin calibre 38, el revólver de reglamento, sin moverse un centímetro. Es más, su postura implicaba ya ese retroceso, lo incorporaba en su actitud.
El Cifra levantó los brazos como si le hubiera leído el pensamiento.
– Puedes cachearme, muchacho. No llevo pipa.
– Eso espero -replicó Paul-. Aquí no hay más que un policía en activo, no lo olvide. Y no soy ningún muchacho.
Schiffer dio un taconazo y se cuadró cómicamente. Paul ni siquiera esbozó una sonrisa. Le abrió la puerta del acompañante, se sentó al volante y arrancó bruscamente procurando olvidar sus aprensiones.
El Cifra no abrió la boca en todo el trayecto. Estaba absorto en las fotocopias del dossier. Paul se lo sabía de pe a pa. Sabía todo lo que cabía saber sobre los cuerpos anónimos, que él mismo había bautizado los «Corpus».
Schiffer recuperó el habla a la entrada de París:
– ¿El rastreo de los escenarios de los crímenes no ha dado nada?
– Nada.
– ¿La policía científica no ha encontrado ninguna huella, ninguna partícula?
– Ni un pelo.
– ¿En los cuerpos tampoco?
– En los cuerpos aún menos. Según el forense, el asesino los limpia con detergente industrial. Desinfecta las heridas, les lava el pelo y les cepilla las uñas.
– ¿Y la investigación en el barrio?
– Ya se lo he dicho. He interrogado a obreros, tenderos, putas Y basureros de la zona en los tres casos. He hablado hasta con los vagabundos. Nadie ha visto nada.
– ¿Tú opinión?
– Creo que el asesino se mueve en coche y abandona los cuerpos en cuanto puede, a primera hora de la mañana. Una operación relámpago.
El Cifra siguió pasando fotocopias hasta llegar a las fotografías de los cuerpos.
– ¿Alguna idea sobre los rostros?
Paul respiró hondo. Había pasado noches enteras cavilando sobre las mutilaciones.
– Hay varias posibilidades. La primera, que el asesino quiera simplemente borrar las pistas. Las mujeres lo conocen y su identificación podría llevarnos hasta él.
– Entonces, ¿por qué no les ha cortado los dedos y arrancado los dientes?
– Porque son ilegales y no están fichadas en ningún sitio.
El Cifra asintió con la cabeza.
– ¿La segunda posibilidad?
– Por un motivo más… psicológico. Me he tragado unos cuantos libracos sobre el tema. Según los psicólogos, cuando un asesino destroza los órganos de la identificación es porque conoce a sus víctimas y no soporta su mirada. Así que las despoja de su condición de seres humanos y las mantiene a distancia transformándolas en simples objetos.
Schiffer volvió a hojear las fotocopias.
– Nunca me han convencido las monsergas psicológicas. ¿La siguiente posibilidad?
– El asesino tiene un problema con las caras en general. En los rasgos de esas pelirrojas hay algo que le da miedo, que le recuerda algún trauma. No le basta con matarlas; además tiene que desfigurarlas. En mi opinión, esas mujeres se parecen. Su rostro es el desencadenaste de las crisis del asesino.
– Aún más rebuscado.
– Usted no ha visto los cadáveres -replicó Paul alzando la voz-. Estamos ante un enfermo. Un psicópata puro. Tenemos que ponernos a tono con su locura.
– Y esto, ¿qué es?
Schiffer acababa de abrir un último sobre que contenía fotografías de esculturas antiguas. Cabezas, máscaras y bustos. Paul había recortado aquellas imágenes de catálogos de museos, guías turísticas y revistas como Archeologia o Le Bulletin du Louvre.
– Una idea mía -respondió-. He observado que los cortes se parecen a fisuras y cráteres, como marcas en la piedra. Además, las narices y los labios cortados y los huesos limados recuerdan las huellas del desgaste del tiempo. Se me ocurrió que el asesino podría inspirarse en estatuas antiguas.
– No me digas.
Paul notó que se sonrojaba. Su idea estaba traída por los pelos y, a pesar de sus pesquisas, no había dado con ningún vestigio que recordara ni de lejos las heridas de los Corpus. Sin embargo, no dudó en añadir:
– Para el asesino, esas mujeres tal vez sean diosas, a las que respeta y odia a la vez. Estoy seguro de que es turco y está empapado de mitología mediterránea.
– Tienes demasiada imaginación.
– ¿Usted nunca se ha dejado llevar por una intuición?
– Nunca me he dejado llevar por otra cosa. Pero, créeme, esas monsergas psicológicas son demasiado subjetivas. Más nos valdría concentrarnos en los problemas técnicos que se le plantean. -Paul no estaba seguro de haberlo comprendido, pero dejó que el Cifra continuara-: Tenemos que pensar en su modus operandi. Si tienes razón, si realmente esas mujeres son ilegales, serán musulmanas. Y no musulmanas de Estambul, con zapatos de tacón alto. Campesinas, salvajes que andan pegadas a las paredes y no hablan una palabra de francés. Para atraérselas, hay que conocerlas. Y hablar turco. Nuestro hombre podría ser el dueño de un taller. Un comerciante. O el responsable de un hogar. Y no hay que olvidarse de los horarios. Esas mujeres viven bajo tierra, en cuevas, en talleres subterráneos. El asesino las secuestra cuando vuelven a la superficie. ¿Cuándo? ¿Cómo? ¿Por qué aceptan seguirlo esas chicas hurañas? Si queremos encontrar su rastro, tenemos que responder a esas preguntas. -Paul estaba de acuerdo, pero todas esas preguntas demostraban sobre todo la amplitud de lo que ignoraban. Todo era posible, literalmente. Schiffer cambió de rumbo-: Supongo que has verificado los homicidios del mismo tipo.
– He consultado el nuevo fichero Chardon. Y también el de los gendarmes, el Anacrime. He hablado con todos los chicos de la Criminal. En Francia no ha habido ningún caso que recuerde ni remotamente esta locura. También lo he comprobado en Alemania, entre la comunidad turca de allí. Nada.