– ¿Y en Turquía?
– Ídem de ídem. Cero.
Decidido a no dejar cabos sueltos, Schiffer se lanzó en otra dirección:
– ¿Has aumentado las patrullas en el barrio?
– Me he puesto de acuerdo con Monestier, el responsable de Louis-Blanc. Hemos reforzado las rondas. Pero discretamente. No es cuestión de sembrar el pánico en la zona.
Schiffer soltó la carcajada.
– ¿Qué crees? Todos los turcos están al corriente.
Paul hizo oídos sordos a la pulla.
– En todo caso, hasta ahora hemos evitado a los medios. Es mi única garantía para continuar en solitario. Si se da publicidad al asunto, Bomarzo pondrá más hombres a trabajar en el caso. De momento, es una historia turca y a nadie le importa demasiado. Tengo el campo libre.
– ¿Cómo es que un caso así no está en manos de la Criminal?
– Yo pertenezco a la Criminal. Sigo teniendo un pie allí. Bomarzo confía en mí.
– ¿Y no has pedido refuerzos?
– No.
– ¿No has formado un grupo de investigación?
– No.
El Cifra rió por lo bajo.
– Lo quieres para ti solito, ¿eh? -Paul no respondió. Schiffer se quitó la pelusa del pantalón con el dorso de la mano-. Da igual cuáles sean tus motivos. O los míos. Vamos a trincarlo, créeme.
Una vez en el bulevar periférico, Paul continuó hacia el oeste, en dirección a la Porte d'Auteuil.
– ¿No vamos a La Râpée? -preguntó Schiffer, sorprendido.
– El cuerpo está en Garches. En el hospital Raymond-Poincaré. El instituto anatómico forense de allí es el encargado de hacer las autopsias para los juzgados de Versalles y…
– Sí, ya lo sé. ¿Por qué allí?
– Medida de discreción. Para evitar a los periodistas y los desocupados que siempre merodean por el depósito de París.
Schiffer no parecía escuchar. Observaba el tráfico con expresión fascinada. De vez en cuando entornaba los párpados, como si tuviera que habituar los ojos a una luz nueva. Parecía un preso en libertad condicional.
Media hora después, Paul cruzaba el puente de Suresnes y ascendía el largo boulevard Sellier y a continuación el de la República. Atravesó así la ciudad de Saint-Cloud antes de llegar a las inmediaciones de Garches.
Al fin, en la cima de la colina, el hospital apareció a la vista. Seis hectáreas de edificios, de bloques de quirófanos y habitaciones blancas, una auténtica ciudad habitada por médicos, enfermeras y miles de pacientes, víctimas de accidentes de tráfico en su mayoría.
Paul se dirigió hacia el pabellón Vesalio. El sol estaba alto y bañaba las fachadas de los edificios, construidos con ladrillos sin excepción. Cada muro ofrecía un nuevo tono de rojo, rosa, crema, como si hubiera sido cuidadosamente cocido al horno.
Grupos de visitantes cargados con ramos de flores o envoltorios de pastelería aparecían al azar de los senderos avanzando con una rigidez solemne, casi de autómata, como contagiados del rigor mortis que gravitaba sobre el lugar.
Llegaron al patio interior del pabellón. El edificio, gris y rosa, con su porche sostenido por finas columnas, recordaba un sanatorio o un balneario que albergara misteriosas fuentes de curación.
Entraron en el depósito de cadáveres y siguieron un pasillo alicatado de blanco. Cuando llegaron a la sala de espera, Schiffer preguntó:
– Pero ¿qué es esto?
No era gran cosa, pero Paul se alegró de haberlo sorprendido.
Unos años antes, el instituto anatómico forense había sufrido una remodelación bastante original. La primera sala estaba totalmente pintada de azul turquesa, un color que cubría tanto las paredes como el suelo y el techo y eliminaba cualquier escala, cualquier punto de referencia. Entrar allí era como sumergirse en un mar cristalizado, de una limpidez vivificante.
– Los matasanos de Garches recurrieron a un artista contemporáneo para las reformas -explicó Paul-. Esto ya no es un hospital. Es una obra de arte.
Apareció un enfermero, que les indicó una puerta a mano derecha.
– El doctor Scarbon se reunirá con ustedes en la sala de salidas.
Lo siguieron a través de varias salas. Todas azules, todas vacías, coronadas en algunos casos por una franja de luz blanca proyectada a unos centímetros del techo. En el pasillo, los apliques de mármol desplegaban un degradado de tonos pastel: rosa, melocotón, amarillo, crudo, blanco… Una extraña voluntad de pureza parecía reinar en todas partes.
La última sala arrancó al Cifra un silbido de admiración.
Era un rectángulo de unos cien metros cuadrados, absolutamente vacío, sin más aderezo que el color azul. A la izquierda de la entrada, tres ventanales elevados recortaban la claridad del exterior. En la pared opuesta, frente a aquellas siluetas de luz, se abrían tres arcos, como bóvedas de iglesia griega. Al otro lado había una hilera de bloques de mármol, semejantes a grandes lingotes y pintados del mismo color azul, que parecía haber crecido directamente del suelo.
Sobre uno de ellos, una sábana perfilaba la forma de un cuerpo.
Schiffer se acercó a la pila de mármol blanco que ocupaba el centro de la sala. Gruesa y lisa, estaba llena de agua y parecía una antigua pila bautismal de depuradas líneas. El agua, agitada por un motor, emanaba un perfume de eucalipto destinado a atenuar el hedor a descomposición y formol.
El viejo policía sumergió los dedos.
– Esto no me rejuvenece.
En ese momento, se oyeron los pasos del doctor Claude Scarbon, Schiffer se volvió. Los dos hombres se miraron de arriba abajo. Paul comprendió al instante que se conocían. Había llamado al médico desde el asilo, pero no había mencionado a su nuevo compañero.
– Gracias por haber venido, doctor -dijo Paul a modo de saludo.
Scarbon meneó la cabeza distraídamente sin apartar los ojos del Cifra. Llevaba un abrigo oscuro de lana y aún no se había quitado los guantes de cabritilla. Era un anciano escuálido; sus ojos, que brillaban constantemente, parecían desmentir la utilidad de las gafas, que llevaba en la punta de la nariz. Sus gruesos mostachos de galo dejaban filtrar una voz cansina de película de preguerra.
Paul hizo un gesto hacia su acólito.
– Le presento a…
– Nos conocemos -lo atajó Schiffer-. ¿Qué tal, doctor?
Scarbon se quitó el abrigo sin responder, se puso la bata que colgaba de uno de los arcos y se enfundó unos guantes de látex de un verde pálido que armonizaba con el omnipresente azul.
A continuación, apartó la sábana. El olor a carne en descomposición se extendió por la sala y se impuso a cualquier otra sensación.
Paul no pudo evitar apartar la vista. Cuando tuvo el valor de mirar, vio el cuerpo lívido y abotagado, medio oculto bajo la sábana doblada.
Schiffer había retrocedido hasta los arcos y se estaba poniendo unos guantes quirúrgicos. Su rostro no mostraba la menor emoción. A sus espaldas, una cruz de madera y dos candeleros de hierro negro destacaban sobre la pared.
– Muy bien, doctor, ya puede empezar -murmuró con voz inexpresiva.
– La víctima es de sexo femenino y raza blanca. Su tono muscular indica que tenía entre veinte y treinta años. Más bien gruesa. Setenta kilos para un metro sesenta. Si se añade que tenía el cutis blanco característico de las pelirrojas y el mencionado color de pelo, diría que su perfil físico se corresponde con el de las dos primeras víctimas. A nuestro hombre le gustan así: treintañeras, pelirrojas y gorditas.
Scarbon hablaba en un tono monótono. Parecía leer mentalmente las líneas de su informe, unas líneas inscritas en su propia noche en blanco.
– ¿Ningún signo particular? -le preguntó Schiffer.
– ¿Como qué?
– Tatuajes. Perforaciones en las orejas. La marca de una alianza. Cosas que el asesino no habría podido borrar.
– No.
El Cifra cogió la mano izquierda del cadáver y le dio la vuelta para examinar la palma. Paul jamás se habría atrevido a hacer algo así.
– ¿Ninguna marca de henna?
– No.
– Nerteaux me ha explicado que las marcas de los dedos hacen pensar en una costurera. ¿Qué opina usted?
– Las tres habían realizado trabajos manuales durante mucho tiempo, eso es evidente.
– ¿Está de acuerdo en lo de la costura?
– Es difícil ser auténticamente preciso. Los surcos digitales están llenos de marcas de pinchazos. También hay callos en el índice y el pulgar. Puede deberse a la utilización de una máquina de coser o una plancha. -Scarbon los miró por encima de las gafas-. Las tres aparecieron cerca del barrio del Sentier, ¿no?
– ¿Y?
– Son obreras turcas.
Schiffer hizo caso omiso de la seguridad de su tono. Observaba el torso. Paul hizo un esfuerzo y se acercó. Vio los cortes negruzcos que surcaban los costados, los pechos, los hombros y los muslos. Algunas eran tan profundas que dejaban ver el blanco de los huesos.
– Háblenos de esto -ordenó el Cifra.
El forense consultó rápidamente un fajo de folios grapados.
– En esta he encontrado veintisiete cortes. Unos son superficiales y otros profundos. Cabe suponer que el asesino intensificó las torturas conforme pasaban las horas. Es más o menos lo mismo que encontramos en las otras dos. -Scarbon bajó los folios y observó a los dos hombres-. En general, todo lo que voy a describir es igualmente válido para las otras dos víctimas. Las tres mujeres fueron sometidas a las mismas torturas.
– ¿Con qué instrumento?
– Un cuchillo de combate cromado, con filo de sierra. Las marcas de los dientes se distinguen con claridad en varias heridas. Para los dos primeros cuerpos, pedí un estudio a partir del tamaño y la separación de los picos, pero no hemos descubierto nada específico. Material militar estándar, que se corresponde con decenas de modelos.