El Imperio De Los Lobos - Страница 46


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– ¿Te reincorporas al servicio? -preguntó Beauvanier tímidamente.

Schiffer se hizo el sordo y se puso el impermeable. En ese momento, vio uno de los retratos robot de Nerteaux encima del escritorio. Lo cogió, al estilo de un cazador de recompensas, y preguntó:

– ¿Recuerdas el nombre del médico que se hizo cargo de Sema en Sainte-Anne?

– Espera… Jean-François Hirsch. Le pedí unas recetas y…

Schiffer había dejado de escuchar. Su mirada volvió a posarse en el retrato. Era una hábil síntesis de los rostros de las tres víctimas. Rasgos anchos y suaves que sonreían tímidamente bajo la melena pelirroja. Le acudió a la memoria un fragmento de un poema turco: «El padishah tenía una hija semejante a la luna del decimocuarto día…».

– El asunto de La Puerta Azul, ¿tiene alguna relación con esa pobre chica? -quiso saber Beauvanier.

Schiffer se guardó el retrato. Luego cogió el gorro de Beauvanier por la visera y lo volvió hacia delante.

– Si te lo preguntan, ya nos rapearás lo que sea, «tronco».

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Hospital de Sainte-Anne, 21 horas.

Conocía bien aquel sitio. La larga tapia de piedra; la pequeña puerta de la rue Broussais 17, tan discreta como una entrada de artistas, y el complejo hospitalario propiamente dicho, sinuoso, laberíntico, inmenso. Un conjunto de bloques y pabellones de siglos y estilos heterogéneos. Una auténtica fortaleza que albergaba un universo de demencia.

Esa noche, sin embargo, la ciudadela no parecía tan bien vigilada como de costumbre. Las pancartas anunciaban el panorama desde los primeros edificios: «SEGURIDAD EN HUELGA», «¡CONTRATO O MUERTE!». Y, un poco más allá, proclamaban. «!NO A LAS HORAS EXTRA!», «RTT: ESTAFA», «DEVOLVEDNOS LAS FIESTAS!».

La idea del mayor hospital psiquiátrico de París dejado de la mano de Dios, con los pacientes correteando en total libertad, hizo sonreír a Schiffer, que imaginó una nave de los locos, un mundo al revés en el que los pacientes sustituirían a los médicos por espacio de una noche. Pero, una vez en el interior, se encontró con una ciudad fantasma, totalmente desierta.

Siguió los letreros rojos en dirección a las urgencias neuroquirúrgicas y neurológicas, fijándose por el camino en los nombres de las calles. Acababa de dejar la Guy de Maupassant y ahora avanzaba por el sendero Edgar Allan Poe. No pudo menos de preguntarse si había que atribuir aquello a un rasgo de humor de los fundadores del hospital. Maupassant se hundió en la locura antes de morir y el alcohólico autor de El gato negro tampoco debía de haber acabado con las ideas muy claras. En las ciudades comunistas, las avenidas se llamaban Karl Marx o Pablo Neruda. En Sainte-Anne, las calles llevaban los nombres de las vedettes de la locura.

Schiffer rió por lo bajo, esforzándose en adoptar su habitual papel de policía fanfarrón, pero sentía que el miedo lo invadía poco a poco. Demasiados recuerdos, demasiadas heridas detrás de aquellas paredes…

Después de Argelia, con apenas veinte años, había ido a parar a uno de aquellos edificios. Neurosis de guerra. Permaneció internado varios meses, acosado por las alucinaciones, obsesionado por la idea del suicidio. Otros que habían trabajado a su lado en Argel, encuadrados en los Destacamentos operativos de Protección, no se lo pensaron tanto. Recordaba a un chico de Lille que se ahorcó en cuanto llegó a casa. Y de aquel bretón que se cortó la mano derecha de un hachazo en la granja familiar; la mano que conectaba los electrodos, que mantenía las cabezas sumergidas en la bañera…

El vestíbulo de urgencias estaba desierto.

Un gran cuadrado vacío embaldosado de granate. La pulpa de una naranja sanguina. Schiffer pulsó el timbre y, al cabo de unos instantes, vio venir a una enfermera a la antigua: bata ceñida a la cintura con un cordón, moño y gafas bifocales.

Ante su desaliño, la mujer arrugó la nariz, pero Schiffer se apresuró a enseñarle el carnet y explicarle el motivo de su visita. La enfermera partió en busca del doctor Jean-François Hirsch sin decir esta boca es mía.

Schiffer se acomodó en uno de los asientos fijados a la pared. Frente a él, el alicatado parecía oscurecerse por momentos. A pesar de sus esfuerzos, no conseguía atajar los recuerdos que brotaban de las profundidades de su mente.

1960

Cuando llegó a Argel, para convertirse en «agente de información», no intentó escurrir el bulto ni atenuar la atrocidad del trabajo recurriendo al alcohol o las pastillas de la enfermería. Al contrario: se mantuvo al pie del cañón, día y noche, tratando de convencerse de que seguía siendo el dueño de su destino. La guerra lo había puesto ante la gran elección, la única que contaba: la elección de campo. Ya no podía retroceder ni regresar. Y no podía equivocarse; era eso o saltarse la tapa de los sesos.

Practicó la tortura día y noche y arrancó confesiones a faccioso tras faccioso. Primero, según los métodos habituales: golpes, descargas eléctricas, bañera… Luego ejercitó sus propias técnicas. Organizó simulacros de ejecución: llevaba a prisioneros encapuchados fuera de la ciudad y los veía cagarse en los pantalones cuando les clavaba el cañón en la sien. Elaboró cócteles de ácido, que les administraba metiéndoles un embudo hasta el garganchón. Robó instrumental médico en el hospital con el fin de crear ciertas variantes, como aquella bomba estomacal que utilizaba para inyectar agua por las fosas nasales… Modelaba, esculpía, daba al miedo formas cada vez más intensas. Cuando decidió sangrar a sus prisioneros, tanto para debilitarlos como para dar la sangre a las víctimas de atentados, experimentó una extraña embriaguez. Sintió que se había convertido en un dios, poseedor del derecho de vida y muerte sobre los hombres. A veces, en la sala de interrogatorios, se reía solo, cegado por su poder, contemplando arrobado la sangre que le resbalaba por los dedos.

Un mes más tarde, lo repatriaron a Francia, presa de un mutismo absoluto. Tenía las mandíbulas paralizadas; le era imposible pronunciar una palabra. Lo internaron en Sainte-Anne, en un edificio exclusivamente ocupado por traumatizados de guerra. Uno de esos lugares donde los lamentos resuenan por los pasillos y donde es imposible acabarse el almuerzo sin que te salpique el vómito de un compañero de mesa.

Atrincherado en su silencio, Schiffer vivía en pleno terror. En los jardines, sufría desorientación, no sabía dónde estaba, se preguntaba si los demás enfermos no eran detenidos a los que había torturado. Cuando recorría la galería del pabellón, lo hacía arrimado a la pared, para que sus víctimas no lo vieran.

Por la noche, las pesadillas tomaban el relevo de las alucinaciones. Hombres desnudos derrumbados en sillas; testículos achicharrados por los electrodos; mandíbulas que golpeaban el esmalte de los lavabos; narices que sangraban, obstruidas por cánulas… En realidad, todo aquello no eran visiones, sino recuerdos. Sobre todo, veía a aquel hombre, colgado boca abajo del techo, al que le había fracturado el cráneo de una patada. Y despertaba empapado en sudor, creyéndose cubierto de partículas de cerebro una vez más. Escrutaba la habitación y veía a su alrededor las desnudas paredes de un sótano, la bañera recién instalada y, en la mesa del centro, el grupo electrógeno ANGRC 9, el famoso gégène.

Los médicos le explicaron que era imposible eliminar esos recuerdos y le aconsejaron que hiciera justo lo contrario, que se enfrentara a ellos, que les dedicara unos instantes diarios de atención voluntaria. La receta casaba con su carácter. Si no se había rajado sobre el terreno, no iba a desinflarse ahora, en aquellos jardines poblados de fantasmas.

Firmó el alta voluntaria y se reincorporó a la vida civil.

Se presentó para policía ocultando sus antecedentes psiquiátricos y haciendo valer su grado de sargento y sus distinciones militares. El contexto político jugaba a su favor. Los atentados de la OAS ensangrentaban París. Necesitaban gente para cazar a los terroristas. Gente con olfato para husmear el terreno… y eso sabía hacerlo. Su sentido de la calle obró milagros desde el principio. Lo mismo que sus métodos. Trabajaba en solitario, sin la ayuda de nadie, sin más preocupación que los resultados. Que obtenía por las bravas.

En adelante, su vida seguiría esa pauta. Apostar por sí mismo y por nadie más. Situarse por encima de las leyes y de los hombres. Ser su propia y única ley, extrayendo de su voluntad el derecho a ejercer su justicia. Era una especie de pacto cósmico: su palabra contra la cloaca del mundo.


– ¿En qué puedo ayudarlo?

La voz lo sobresaltó. Se levantó y fijó en la retina la imagen del recién llegado.

Jean-François Hirsch era alto -más de metro ochenta- y estrecho. Sus largos brazos acababan en manos macizas. Dos contrapesos, se dijo Schiffer, que equilibraban su alargada figura. También tenía una buena cabeza, nimbada de rizos negros. Otro punto de equilibrio… No llevaba bata, sino abrigo loden. Era evidente que estaba a punto de marcharse.

Schiffer se presentó, pero no sacó el carnet:

– Teniente principal Jean-Louis Schiffer. Tengo que hacerle unas preguntas. Solo serán unos minutos.

– He acabado el turno. Y ya voy con retraso. ¿No puede esperar a mañana?

La voz era otro contrapeso. Grave. Estable. Sólida.

– Lo siento -respondió el policía-. Es un asunto importante.

El médico se quedó mirando a su interlocutor. El olor a menta se alzaba entre ellos como una pantalla de frescor. Hirsch suspiró y se dejó caer en uno de los asientos atornillados a la pared.

– ¿De qué se trata?

Schiffer permaneció en pie.

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