El Imperio De Los Lobos - Страница 48


К оглавлению

48

El primer piso cedía a criterios más modernos: paneles de madera, adornos de caoba, moqueta marrón… Al final del pasillo había un último obstáculo: la barrera de control que informaba sobre el verdadero estatuto del comisario Philippe Charlier.

Detrás de un cristal blindado montaban guardia cuatro hombres vestidos con trajes negros de Kevlar. Llevaban un chaleco de intervención con varias armas de mano, cargadores, granadas y otros juguetes por el estilo. Cada uno tenía un fusil ametrallador de cañón corto de la marca H amp;K.

Schiffer se resignó a otro cacheo. Avisaron a Charlier, esta vez por VHF. Al fin, pudo alcanzar una doble puerta de madera clara coronada por una placa de cobre. Visto el ambiente, era inútil llamar.

El Gigante Verde estaba sentado ante un escritorio de roble macizo, en mangas de camisa. Se levantó y esbozó una amplia sonrisa.

– Schiffer, mi querido Schiffer…

Hubo un apretón de manos silencioso, durante el que los dos hombres se midieron con la mirada. Charlier era el de siempre. Metro ochenta y cinco. Más de cien kilos. Una roca afable, con la nariz rota y bigote de peluche, que, a pesar del cargo, seguía llevando un arma al cinto.

Schiffer advirtió la calidad de la camisa, azul cielo con cuello blanco, el célebre modelo de Charvet. Pero, a despecho de su trabajada elegancia, el físico del policía conservaba algo terrible, un poderío que lo situaba en otra escala que el resto de los humanos. El día del Apocalipsis, cuando los hombres no tuvieran más que las manos para defenderse, Charlier sería uno de los últimos en morir.

– ¿Qué quieres? -preguntó volviendo a hundirse en el cuero de su sillón. Mirando con desdén a su desastrado visitante, agitó los dedos sobre los expedientes que atestaban el escritorio-. Estoy un poco liado.

– El 14 de noviembre de 2001 ordenaste el traslado de un testigo en un asunto de allanamiento de empresa privada. La Puerta Azul, un baño turco del Distrito Décimo. El testigo se llamaba Sema Gokalp. El responsable de la investigación era Christophe Beauvanier. El problema es que nadie sabe adónde trasladaste a esa mujer. Borraste el rastro, la hiciste desaparecer. Tus razones me traen sin cuidado. Solo quiero saber una cosa. ¿Dónde está ahora?

Por toda respuesta, Charlier bostezó. Era una buena imitación, pero Schiffer sabía leer los subtítulos: el ogro se había quedado helado. Acababan de ponerle una bomba encima del escritorio.

– No acabo de entender de qué hablas -murmuró al fin-. ¿Por qué buscas a esa mujer?

– Está relacionada con el asunto en el que trabajo.

– Schiffer: estás jubilado -repuso el comisario en un tono condescendiente.

– Me he reincorporado al servicio.

– ¿Qué asunto? ¿Qué servicio?

Schiffer sabía que tenía que soltar lastre si quería obtener la menor información.

– Investigo los tres asesinatos del Distrito Décimo.

El rostro de boxeador se tensó.

– Es la DPJ del Distrito Décimo la que se ocupa de eso. ¿Quién te ha metido en el asunto?

– El capitán Paul Nerteaux, el responsable del caso.

– ¿Qué relación tiene con esa Sema no sé qué?

– Es el mismo asunto.

Charlier se puso a jugar con un abrecartas. Una especie de puñal de aspecto oriental. Cada nuevo gesto traicionaba un poco más de nerviosismo.

– He visto pasar un informe sobre esa historia del baño turco -admitió al fin Charlier-. Un asunto de extorsión, creo…

Tras años de interrogatorios, Schiffer era capaz de reconocer el menor matiz, la menor vibración de una voz. Charlier era sincero en lo fundamental: a sus ojos, el incidente de La Puerta Azul no era nada. Un poco más de cebo para que mordiera el anzuelo.

– No era un asunto de extorsión.

– ¿No?

– Los Lobos Grises han vuelto, Charlier. Fueron ellos quienes entraron en el baño turco. Esa noche secuestraron a una obrera. La chica que apareció muerta dos días después.

Las pobladas cejas del comisario parecían dibujar dos signos de interrogación.

– ¿Por qué iban a perder el tiempo matando a una obrera?

– Los han contratado para hacer un trabajo. Buscan a una mujer. En el barrio turco. Puedes confiar en mí respecto a esas cosas. Ya es la tercera vez que se equivocan.

– Cuál es la relación con Sema Gokalp?

Era el momento de una verdad a medias.

– La noche de marras, esa chica lo vio todo. Es una testigo capital.

La inquietud enturbió la mirada de Charlier. No se esperaba aquello. En absoluto.

– En tu opinión, ¿de qué se trata? ¿Qué hay en juego?

– No lo sé -volvió a mentir Schiffer-. Pero busco a esos asesinos. Y Sema puede ponerme sobre su pista.

Charlier se hundió aún más en el sillón.

– Dame una sola razón para ayudarte.

Schiffer decidió sentarse. Empezaba la negociación.

– Estoy en plan generoso, así que voy a darte dos. La primera es que podría contar a tus superiores que escamoteas testigos en un caso de homicidio. Eso no está bien.

Charlier le devolvió la sonrisa.

– Puedo presentar todos los papeles -respondió Charlier devolviéndole la sonrisa-. La orden de expulsión, el billete de avión… Todo está en regla.

– Tu brazo es muy largo, Charlier, pero no llega a Turquía. Me basta un telefonazo para demostrar que Sema Gokalp nunca llegó allí.

Al comisario no le llegaba la camisa al cuerpo.

– ¿Quién iba a creer a un policía corrupto? Desde la antibandas, no has dejado de coleccionar asuntos comprometedores. -Charlier abarcó el despacho con un gesto de las manos-. En cambio, yo estoy en lo alto de la pirámide.

– Es la ventaja de mi posición. No tengo nada que perder.

– Será mejor que me des la segunda razón.

Schiffer apoyó los codos en el escritorio. Ya sabía que había ganado.

– El plan Vigipirate de 1995. Cuando te soltabas el pelo con los sospechosos magrebíes en la comisaría de Louis-Blanc.

– ¿Chantaje a un comisario?

– O descargo de conciencia. Estoy jubilado. Podría sentir la necesidad de sincerarme. De acordarme de Abdel Saraoui, al que mataste a golpes. Si abro la marcha, me seguirá todo Louis-Blanc. Los gritos que dio aquel chico esa noche aún les pesan en la conciencia, créeme.

Charlier seguía observando el abrecartas entre sus manazas. Cuando volvió a hablar, su voz había cambiado:

– Sema Gokalp ya no puede ayudarte.

– ¿La habéis…?

– No. Pasó por un experimento.

– ¿Qué clase de experimento?

Silencio.

– ¿Qué clase de experimento?-repitió Schiffer.

– Un condicionamiento psíquico. Una técnica nueva.

Así que era eso. La manipulación psíquica siempre había sido la obsesión de Charlier. Penetrar en el cerebro de los terroristas, condicionar sus mentes y gilipolleces por el estilo. Sema Gokalp había sido una cobaya, la víctima de un delirio experimental.

Schiffer consideró la situación en todo su absurdo: Charlier no había elegido a Sema Gokalp; le había llovido del cielo. Ignoraba que se había operado la cara. Y, al parecer, también ignoraba quién era en realidad.

Se puso en pie, electrizado de los pies a la cabeza.

– ¿Por qué ella?

– Debido a su estado psíquico, Sema padecía una amnesia parcial que la hacía especialmente apta para someterla a nuestro tratamiento.

Schiffer se inclinó hacia él como si hubiera oído mal.

– ¿Me estás diciendo que le lavasteis el cerebro?

– El programa comporta un tratamiento de ese tipo, si.

El viejo policía golpeó el escritorio con los dos puños.

– ¡Maldito gilipollas! ¡Era la última memoria que tenías que borrar! ¡Esa chica tenía cosas que contarme!

Charlier frunció el ceño.

– No comprendo tanto interés. ¿Qué puede revelarte esa mujer que sea tan importante? Vio a unos turcos secuestrando a una mujer, sí, ¿y qué?

Vuelta a empezar.

– Posee información sobre los asesinos -masculló Schiffer dando zancadas por el despacho como una fiera enjaulada-. Y creo que también conoce la identidad de la Presa.

– ¿La presa?

– La mujer a la que buscan los Lobos. Y a la que todavía no han encontrado.

– ¿Es tan importante?

– Tres asesinatos, Charlier. ¿Te parece poco? Seguirán matando hasta que la cojan.

– ¿Y tú quieres salvarla? -Schiffer se limitó a sonreír. Charlier hizo un gesto con los hombros que estuvo a punto de reventar las costuras de su camisa-. De todas formas -dijo al fin-, no puedo hacer nada por ti.

– ¿Por qué?

– Se ha escapado.

– Estás de guasa.

– ¿Eso te parece?

Schiffer no sabía si echarse a reír o a gritar. Volvió a sentarse y cogió el abrecartas, que Charlier acababa de dejar.

– Siempre igual de gilipollas en la policía. Explícame eso.

– Nuestro experimento pretendía cambiarle la personalidad totalmente. Lo nunca visto. Conseguimos transformarla en una francesa de clase alta, en la mujer de un tecnócrata. A una simple turca, ¿comprendes? Ahora ya no existen límites para el condicionamiento. Íbamos a…

– Me la trae floja tu experimento -lo atajó Schiffer-. Explícame cómo escapó.

– En las últimas semanas -refunfuñó el comisario- habla empezado a manifestar alteraciones. Olvidos, alucinaciones. Su nueva personalidad, la que nosotros le habíamos implantado, se estaba resquebrajando. íbamos a hospitalizarla justo cuando desapareció.

– ¿Cuándo, exactamente?

– Ayer martes. Por la mañana.

Increíble: la presa de los Lobos Grises volvía a estar en libertad. Ni turca ni francesa, con el cerebro como un colador. En medio de aquel marasmo, se encendió una luz.

48