Don Terciopelo ya estaba ante los Jikola.
– Buenos días -se apresuró a decir Anna-. ¿Qué desea?
– Doscientos gramos, como de costumbre.
Anna se colocó detrás del mostrador central, cogió unas pinzas y una bolsita de papel de celofán y empezó a llenarla de bombones mientras lanzaba una mirada furtiva al hombre entre las pestañas entornadas. Primero vio sus gruesos zapatos de cuero vuelto, luego los vaqueros, demasiado largos y con las perneras plegadas como un acordeón, y por último la chaqueta de terciopelo de color azafrán, a la que el uso había dado zonas de un naranja brillante.
Al fin, se arriesgó a escrutar su rostro.
Era una cara basta y cuadrada, enmarcada de cabellos castaños y crespos, una fisonomía de campesino más que de estudiante. Tenía las cejas fruncidas en una expresión de contrariedad o cólera contenida.
Sin embargo, como Anna ya había tenido oportunidad de advertir, al abrirse, sus párpados revelaban largas pestañas de chica e iris de color malva con contornos de un negro dorado: un abejorro sobrevolando un campo de oscuras violetas. ¿Dónde había visto aquella mirada?
Anna dejó la bolsita en el plato de la balanza.
– Once euros, por favor.
El hombre pagó, cogió sus bombones y dio media vuelta. Un segundo después estaba en la calle.
Anna no pudo evitar seguirlo hasta la puerta. Clothilde la imitó. Las dos mujeres observaron la silueta del hombre, que cruzó la rue du Faubourg-Saint-Honoré y desapareció en el interior de una limusina negra con cristales ahumados y matrícula extranjera.
Se quedaron plantadas en el umbral, como dos saltamontes a la luz del sol.
– ¿Entonces? -preguntó Clothilde al fin-. ¿Quién es? ¿Sigues sin saberlo?
El automóvil desapareció entre el tráfico.
– ¿Tienes un cigarrillo? -preguntó Anna por toda respuesta.
Clothilde se sacó un arrugado paquete de Marlboro Light de un bolsillo del pantalón. Anna le dio la primera calada y volvió a sentir el mismo alivio que esa mañana en el patio del hospital.
– En tu historia hay algo que no encaja -dijo Clothilde en tono escéptico.
Anna se volvió con el codo en alto y el cigarrillo en ristre, como un arma.
– ¿El qué?
– Pongamos que hayas conocido a ese hombre y que haya cambiado. ¿De acuerdo?
– ¿Y?
Clothilde frunció los labios y produjo el mismo ruido que una botella al abrirse.
– ¿Por qué no te reconoce él?
Anna se quedó mirando a los coches que desfilaban ante sus ojos bajo el cielo gris con las carrocerías cubiertas de manchas de luz. Al otro lado, se veía la entrada de madera de Mariage Fréres, las frías lunas del restaurante La Maree y su risueño portero, que no dejaba de observarla.
Sus palabras se fundieron con el azulado humo del cigarrillo:
– Loca. Me estoy volviendo loca.
Una vez por semana, Laurent se reunía con sus «camaradas» para cenar. Era un ritual infalible, una especie de ceremonial. Aquellos hombres no eran amigos de la infancia ni miembros de un círculo privado. No compartían ninguna pasión. Simplemente, pertenecían al mismo cuerpo: la policía. Se habían conocido en diversos peldaños de la escala y ahora estaban, cada uno en su terreno, en la cima de la pirámide.
Anna, como el resto de las esposas, estaba rigurosamente excluida de las reuniones y, cuando se celebraban en su piso de la avenue Hoche, no tenía más remedio que ir al cine.
Sin embargo, hacía tres semanas, Laurent le había propuesto asistir a la próxima cena. En un primer momento, Anna había rechazado la invitación, tanto más cuanto que su marido, con tono de enfermero, había añadido: «Ya verás como te distraes». Pero luego lo pensó mejor; en el fondo sentía bastante curiosidad por los amigos de Laurent y tenía ganas de conocer otros perfiles de alto funcionario. Después de todo, solo conocía un modelo: el suyo.
No lamentó su decisión. Durante la velada, descubrió a hombres duros pero apasionantes que hablaban entre sí sin tabúes ni reservas. Única mujer del grupo, se había sentido como una reina, ante la que los policías rivalizaban contando anécdotas, hechos de armas, revelaciones…
Desde entonces participaba en todas las cenas e iba conociéndolos cada vez mejor. Fijándose en sus tics, en sus virtudes y también en sus obsesiones. Aquellas cenas ofrecían una auténtica radiografía del mundo de la policía. Un mundo en blanco y negro, un universo de violencia y certezas, tan caricaturesco como fascinante.
Los participantes eran siempre los mismos, poco más o menos. por lo general, Alain Lacroux era quien llevaba las riendas de la conversación. Alto, delgado, vertical, exuberante cincuentón, puntuaba cada final de frase cabeceando repetidamente o agitando el tenedor. Hasta la inflexión de su acento meridional participaba de ese arte del acabado, de la poda. Todo en él cantaba, ondulaba, sonreía… Nada hacía sospechar que tuviera un cargo de tanta responsabilidad: la subdirección de Asuntos Criminales de París.
Pierre Caracilli era todo lo contrario. Bajo, rechoncho, sombrío, murmuraba sin descanso con una voz lenta de virtudes casi mágicas. Aquella era la voz que adormecía la desconfianza y arrancaba confesiones a los criminales más encallecidos. Caracilli era corso. Ocupaba un puesto importante en la Dirección de Vigilancia del Territorio (DST).
Jean-François Gaudemer no era ni vertical ni horizontal; era una roca compacta, maciza, testaruda. A la sombra de una frente alta y despoblada, la animada negrura de sus ojos parecía incubar una tempestad. Cuando hablaba, Anna no perdía ripio. Sus palabras eran cínicas y sus historias, escalofriantes, pero ante aquel hombre era imposible no sentir una especie de agradecimiento, la vaga sensación de que acababa de levantar un velo sobre la trama oculta del mundo. Era el jefe de la OCRTIS (Oficina Central para la Represión del Tráfico Ilegal de Estupefacientes). El hombre de la droga en Francia.
Pero el preferido de Anna era Philippe Charlier. Un coloso de un metro noventa que hacía crujir las costuras de sus elegantes trajes. El Gigante Verde, como lo apodaban sus colegas, tenía cara de boxeador, ancha y dura como una piedra, encuadrada por un bigote y una pelambrera entrecanos. Hablaba demasiado alto, reía como un motor de explosión y embarcaba a su interlocutor en sus peregrinas historias quieras que no echándole el brazo por los hombros.
Para entenderlo, hacía falta un diccionario de argot salaz. Decía «un hueso en el calzoncillo» en lugar de erección, describía sus crespos cabellos como «pelos de los cojones» y resumía sus vacaciones en Bangkok con la frase: «Ir a Tailandia con la mujer es como llevarse la cerveza a Munich».
Anna lo encontraba vulgar e inquietante, pero irresistible. Emanaba una fuerza animal, algo inequívocamente «bofia». Resultaba imposible imaginarlo en otro sitio que no fuera un despacho mal iluminado, arrancando confesiones a los sospechosos. O en la calle, dirigiendo un grupo de hombres armados con fusiles de asalto.
Laurent le había contado que Charlier había abatido a sangre fría al menos a cinco hombres a lo largo de su carrera. Su campo de acción era el terrorismo. DST, DGSE, DNAT… Fueran cuales fuesen las siglas bajo las que había luchado, siempre había hecho la misma guerra. Veinticinco años de operaciones clandestinas, de golpes de mano. Cuando Anna le pedía más detalles, Laurent eludía la respuesta con un gesto de la mano: «No sería más que una parte insignificante del iceberg».
Esa noche, la cena se celebraba precisamente en su casa, en la avenue de Breteuil. Un piso haussmannimo, con suelos de parquet barnizado y lleno de objetos coloniales. Por curiosidad, Anna había husmeado en las habitaciones accesibles: ni el menor rastro de presencia femenina. Charlier era un solterón empedernido.
Eran las once. Los invitados estaban repantigados con la indolencia propia de la sobremesa, aureolados por el humo de sus cigarros. En aquel mes de marzo de 2002, a unas semanas de las elecciones presidenciales, cada cual lanzaba sus previsiones e hipótesis y trataba de imaginar los cambios que se producirían en el Ministerio del Interior según el candidato que saliera elegido. Todos parecían preparados para una gran batalla, sin estar seguros de participar en ella. Philippe Charlier, sentado junto a Anna, le susurró al oído:
– Son un coñazo con sus historias de maderos. ¿Sabes la del suizo?
Anna sonrió.
– Me la contaste el sábado pasado.
– ¿Y la de la esquiadora?
– No.
Charlier clavó los dos codos en la mesa.
– Es una esquiadora que se prepara para bajar por una pista. Gafas caladas, rodillas flexionadas, bastones levantados… Otro esquiador llega a su altura y se para. «Qué empinada… ¿Bajas?», le pregunta. La mujer le responde: «No puedo. Tengo los labios cortados».
Anna tardó un segundo en comprender, y rompió a reír. Los chistes del policía nunca superaban la altura de la bragueta, pero tenían el mérito de ser originales. Aún seguía riendo cuando el rostro de Charlier se enturbió. De repente, sus facciones perdieron nitidez y, literalmente, empezaron a agitarse en su rostro.
Anna apartó la mirada y la dirigió a los demás comensales. Sus rasgos también temblaban y se descoyuntaban hasta formar una ola de expresiones contradictorias, monstruosas, un tiovivo de carnes, rictus, risotadas…
Un estremecimiento la sacudió de los pies a la cabeza. Anna empezó a respirar por la boca.
– ¿Te pasa algo? -le preguntó Charlier, inquieto.
– Tengo… tengo calor. Voy a refrescarme.
– ¿Quieres que te acompañe?
Anna posó la mano en el hombro del policía y se levantó.