– No te preocupes. Sabré encontrarlo.
Avanzó pegada a la pared, se agarró a la repisa de la chimenea, chocó con un carrito de servicio y provocó una ola de tintineos… Se detuvo en la puerta y echó un vistazo a sus espaldas: el mar de máscaras seguía agitándose. Un carnaval de gritos, de arrugas en fusión, de carnes temblorosas que saltaban para perseguirla. Ahogó un grito y cruzó el umbral.
El vestíbulo estaba a oscuras. En el perchero, los abrigos dibujaban formas inquietantes, y puertas entreabiertas revelaban simas de oscuridad. Anna se detuvo ante un espejo enmarcado de oro viejo y contempló su imagen: una palidez de papel vitela, una fosforescencia de espectro. Se cogió los hombros, que le temblaban bajo el jersey de lana negra.
De pronto, en el espejo, un hombre aparece tras ella.
No lo conoce; no estaba en la cena. Se vuelve para hacerle frente. ¿Quién es? ¿Por dónde ha entrado? Su expresión es amenazadora; algo retorcido, deforme, planea sobre su rostro. Sus manos brillan en la oscuridad como dos armas blancas…
Anna retrocede, se hunde entre los abrigos. El hombre avanza. Anna oye a los demás hablando en la habitación contigua; quiere gritar, pero es como si tuviera la garganta llena de algodón ardiendo. El rostro está a apenas unos centímetros. Un reflejo de la psique asoma a sus ojos, un destello dorado hace brillar sus pupilas…
– ¿Quieres que nos vayamos?
Anna ahogó un gemido: era la voz de Laurent. De inmediato, el rostro recobró su apariencia habitual. Anna sintió dos manos sujetándola y comprendió que se había desmayado.
– Por amor de Dios, ¿qué te pasa? le preguntó su marido.
– Mi abrigo. Dame el abrigo -le ordenó ella liberándose de sus brazos.
El malestar no desaparecía. Anna no acababa de reconocer a su marido. Seguía convencida: sí, sus facciones se habían transformado, el suyo era un rostro modificado, con un secreto, con una zona opaca…
Laurent le tendió la trenca. Temblaba. Sin duda, temía por ella, pero también por sí mismo. Temía que sus compañeros se dieran cuenta de su situación: uno de los más altos cargos del Ministerio del Interior estaba casado con una chiflada.
Anna se puso la trenca y disfrutó el contacto del forro. Le habría gustado hundirse en él y desaparecer para siempre…
En el salón, se reían a carcajadas.
– Voy a despedirme por los dos.
Anna oyó frases en tono de reproche y luego nuevas risas. Lanzó otra mirada de reojo al espejo. Un día, que no tardaría en llegar, se preguntaría ante aquel rostro: «¿Quién es esa?».
Laurent volvió a su lado.
– Vámonos -murmuró ella-. Quiero volver a casa. Quiero dormir.
Pero el mal la perseguía en sueños.
Desde la aparición de las crisis, Anna soñaba lo mismo todas las noches. Imágenes en blanco y negro que se sucedían a un ritmo vacilante, como en una película muda.
La escena era siempre la misma: unos campesinos de aspecto famélico esperaban en el andén de una estación; llegaba un tren de mercancías envuelto en nubes de vapor. Se abría un vagón, y un hombre con gorra se inclinaba para coger la bandera que alguien le tendía; el estandarte ostentaba un extraño dibujo: cuatro lunas formando una estrella cardinal.
A continuación, el hombre se erguía y enarcaba unas cejas muy negras. Arengaba a la muchedumbre mientras agitaba la bandera, pero sus palabras no se entendían. Una especie de tela sonora, un murmullo atroz hecho de gemidos y llantos infantiles, ahogaba sus palabras.
En ese momento, sus susurros se unían al desgarrador coro. Anna se dirigía a las voces infantiles: «¿Dónde estáis? ¿Por qué lloráis?».
A modo de respuesta, el viento barría el andén de la estación. Las cuatro lunas de la bandera empezaban a brillar como si fueran fosforescentes. La escena derivaba hacia la pesadilla. El abrigo del hombre se entreabría y mostraba una caja torácica monda, abierta, vacía; a continuación, una ráfaga de viento le deshacía el rostro. Empezando por las orejas, la carne se desmigajaba como la ceniza y dejaba al descubierto músculos negros y abultados…
Anna se despertó sobresaltada.
Abrió los ojos en la oscuridad, pero no reconoció nada. Ni la habitación. Ni la cama. Ni el cuerpo que dormía junto a ella. Tardó varios segundos en familiarizarse con aquellas extrañas formas. Apoyó la espalda en la pared y se secó la cara, empapada en sudor.
¿Por qué se repetía aquel sueño? ¿Qué relación tenía con su enfermedad? Anna estaba convencida de que se trataba de otra manifestación de su trastorno, un misterioso eco, un inexplicable contrapunto de su degradación mental.
– ¿Laurent? -susurró en la oscuridad. Su marido, que le daba la espalda, no se movió. Anna lo agarró del hombro-. ¿Estás dormido, Laurent? -El hombre se movió ligeramente. Anna oyó el roce de las sábanas y vio el perfil del rostro de su marido recortado en la semioscuridad-. ¿Estás dormido? -repitió bajando la voz.
– Ahora ya no.
– ¿Puedo… puedo hacerte una pregunta?
Laurent se incorporó y se recostó en la almohada.
– Te escucho.
Anna bajó la voz un tono. Los sollozos del sueño seguían resonando en su cabeza.
– ¿Por qué…? -empezó a decir, titubeante-. ¿Por qué no tenemos hijos?
Durante un segundo, nada se movió. Luego, Laurent apartó las sábanas, se sentó en el borde de la cama y volvió a darle la espalda. De pronto, el silencio parecía cargado de tensión, de hostilidad.
– Vamos a volver a ver al doctor Ackermann -le advirtió Laurent frotándose los párpados.
– ¿Qué?
– Voy a telefonearle. Le pediré cita en el hospital.
– ¿Por qué dices eso?
– Has mentido -le espetó Laurent volviendo la cabeza-. Nos dijiste que no sufrías otros trastornos de memoria. Que solo tenías ese problema con las caras.
Anna comprendió que acababa de cometer un error, su pregunta revelaba un nuevo abismo en su cabeza. No veía otra cosa que la nuca de Laurent, su pelo, levemente rizado, y sus estrechos hombros; pero adivinaba su abatimiento, y también su cólera.
– ¿Qué he dicho? -se atrevió a preguntarle.
Laurent se volvió a medias.
– Tú nunca has querido hijos. Fue tu condición para casarte conmigo -Laurent subió el tono de voz y levantó la mano izquierda- El mismo día de la boda me hiciste jurar que nunca te lo pediría. Estás perdiendo la cabeza, Anna. Tenemos que reaccionar. Tienes que hacerte esas pruebas. Averiguar qué te pasa. ¡Hay que parar esto! ¡Mierda!
Anna se acurrucó en la otra punta de la cama.
– Dame unos días más. Tiene que haber otra solución.
– ¿Qué solución?
– No lo sé. Solo unos días. Por favor…
Laurent volvió a tumbarse y se tapó la cabeza con la sábana.
– Llamaré a Ackermann el próximo miércoles.
Era inútil darle las gracias: ni siquiera sabía por qué le había pedido una prórroga. ¿Para qué negar lo evidente? Neurona a neurona, la enfermedad iba invadiendo todas las regiones de su cerebro.
Anna se deslizó entre las sábanas, pero procurando mantenerse a distancia de su marido, y reflexionó sobre aquel enigma de los hijos. ¿Por qué le había exigido semejante promesa? ¿Cuáles eran sus motivos por aquel entonces? No tenía respuestas. Su propia personalidad empezaba a resultarle extraña.
Anna se remontó a la época de su boda. Hacía ocho años. Ella tenía veintitrés. ¿Qué recordaba, exactamente?
Una casa de campo en Saint-Paul-de-Vence, palmeras, extensiones de césped agostado por el sol, risas infantiles… Cerró los ojos y trató de revivir las sensaciones. La sombra de un cenador recortada sobre una extensión de hierba. También veía trenzas de flores, manos blancas…
De pronto, un pañuelo de tul flotó en su memoria; el tejido daba vueltas ante sus ojos, le ocultaba el cenador y tamizaba el verde de la hierba atrapando la luz en sus caprichosos giros.
El pañuelo se acercó tanto que podía sentir el tejido en el rostro; luego, se pegó a sus labios. Anna abrió la boca para reír, pero el tejido se le introdujo en la garganta. Tosió, y la tela se le pegó al paladar. No era tul: era gasa.
Gasa quirúrgica, que la asfixiaba.
Anna gritó en la oscuridad, pero su boca no emitió ningún sonido. Abrió los ojos: se había dormido con la boca contra el almohadón.
¿Cuándo acabaría todo aquello? Se sentó en la cama y notó que estaba empapada en sudor. Era aquel velo viscoso, que le había provocado la sensación de asfixia.
Se levantó y fue al baño del dormitorio. A tientas, encontró la puerta y la cerró a sus espaldas antes de encender la luz. Pulsó el interruptor y se volvió hacia el espejo de encima del lavabo.
Tenía el rostro cubierto de sangre.
Las manchas rojas le recorrían la frente; las costras de sangre seca le cubrían los párpados, las fosas nasales, las comisuras de los labios… Al principio, creyó que se había herido. Luego, acercó la cara al espejo: solo había sangrado por la nariz. Al tratar de secarse el rostro en la oscuridad, había extendido la sangre. La camiseta del pijama estaba empapada.
Abrió el grifo del agua fría y extendió las manos. Un remolino rojizo inundó la pila del lavabo. Una convicción la invadió: aquella sangre encarnaba una verdad que intentaba escapar de su carne. Un secreto que su mente consciente se negaba a admitir, a formalizar, y que escapaba de su cuerpo en forma de flujos orgánicos.
Anna puso el rostro bajo el grifo y dejó que el frío chorro se llevara sus lágrimas.
– Pero ¿qué me pasa??Qué me pasa? -le susurraba al agua una y otra vez.