El Imperio De Los Lobos - Страница 51


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– ¿Puedes decirme algo más?

Brouillard inclinó la llave bajo la lámpara direccional. Era un revientacajas fuera de serie: se acercaba a la cerradura, y se producía el milagro. Una vibración, un tacto. Un misterio entraba en acción. Schiffer no se cansaba nunca de observarlo manos a la obra. Tenía la sensación de sorprender una faceta oculta de la naturaleza. La esencia misma de un don inexplicable.

– Surger -murmuró el ganzúa-. Se ven las letras en filigrana, aquí, en el canto.

– ¿Lo conoces?

– Ya lo creo. Tengo cosas allí. Accesible día y noche.

– ¿Dónde está?

– Château-Laudon. Rue Girard.

Schiffer tragó saliva. La tenía en ebullición.

– ¿Se necesita código para entrar?

– AB 756. Tu llave lleva el número 4C 32. Cuarto nivel. La planta de los miniboxes. -Cyril Brouillard alzó los ojos y se tocó la montura de las gafas-. La planta de los pequeños tesoros dijo con voz cantarina.

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El edificio dominaba las vías de la estación del Este, imponente y solitaria como un carguero entrando en puerto. El inmueble de cuatro pisos tenía aspecto de reformado y recién pintado. Una isla de pulcritud llena de bienes en tránsito.

Schiffer franqueó la primera barrera y cruzó el aparcamiento.

A las dos de la mañana, esperaba ver surgir a un vigilante en mono negro con las siglas SURGER, blandiendo una porra eléctrica y sujetando un agresivo perrazo.

Pero no apareció nadie.

Marcó el código y abrió la puerta acristalada. Al fondo del vestíbulo, sumido en una extraña penumbra roja, había un pasillo con suelo de cemento flanqueado de persianas metálicas. Cada veinte metros, pasillos perpendiculares cruzaban el principal y sugerían un laberinto de compartimientos.

Avanzó en línea recta bajo las luces de emergencia hasta llegar al fondo, ante una escalera de estructura vista. Sus pasos producían ruidos sordos, casi inaudibles, sobre el cemento gris perla. Schiffer saboteó aquel silencio, aquella soledad, aquella tensión mezclada con el poder del intruso.

Al llegar al cuarto piso se detuvo. Ante él se abría otro pasillo con Puertas menos separadas. «La planta de los pequeños tesoros.» Schiffer buscó en el interior de un bolsillo y sacó la llave. Leyó los números de las puertas, se perdió y acabó encontrando la 4C 32.

Iba a abrir la cerradura, pero se quedó inmóvil. Casi podía sentir la presencia de la Otra, de la mujer que aún no tenía nombre, tras la hoja de la puerta.

Se arrodilló, hizo girar la llave en la cerradura y, de un tirón seco levantó la persiana metálica.

En la penumbra, apareció un cubículo de un metro de ancho por un metro de fondo. Vacío. No se desanimó. No esperaba encontrar un cuarto atestado de muebles y electrodomésticos.

Se sacó del bolsillo la linterna que le había cogido prestada a Brouillard. Acuclillado en el umbral, barrió lentamente el cubo de cemento iluminando cada rincón y cada pared, hasta descubrir una caja de cartón en la del fondo.

La Otra, cada vez más cerca.

Penetró en la oscuridad y se detuvo junto a la caja. Sujetó la linterna entre los dientes y empezó la inspección.

Vestidos, invariablemente oscuros, firmados por grandes modistos. Issey Miyake. Helmut Lang. Fendi. Prada… Sus dedos se enredaron en la ropa interior. Una claridad negra: eso fue lo que pensó. Los tejidos eran de una suavidad, de una sensualidad casi indecentes. Los visos parecían retener sus propios reflejos. Los encajes, estremecerse al contacto de sus dedos… Esta vez, no hubo deseo, ni erección: la pretensión de aquellas prendas, el orgullo socarrón que podía leer en ellas le cortaban la excitación.

Siguió buscando y encontró una llave envuelta en un pañuelo de seda.

Una llave extraña, tosca, de tija plana.

Más trabajo para el señor Brouillard.

Le faltaba la última certeza.

Siguió palpando, levantando, revolviendo…

De pronto, un broche de oro que representaba una amapola atrajo el haz de la linterna como un escarabajo mágico. Soltó la linterna cubierta de saliva, escupió y murmuró en la penumbra:

– Allaha sükür! Has vuelto.


NUEVE

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Mathilde Wilcrau nunca había estado tan cerca de una cámara de positrones.

Por fuera, la máquina se parecía a un escáner convencional; un gran cilindro blanco en cuyo interior penetraba una camilla de acero inoxidable provista de instrumentos de análisis y medición; un soporte colocado al lado sostenía un gotero; sobre una mesita con ruedas se alineaban las jeringuillas envasadas al vacío y los tarros de plástico. En la penumbra de la sala, el conjunto dibujaba una estructura extraña, un grandioso jeroglífico.

Para encontrar un aparato como aquel, los fugitivos habían tenido que trasladarse al Hospital Universitario de Reims, a cien kilómetros de París. Eric Ackermann conocía al director del servicio de radiología. Lo localizaron en su domicilio; el médico había acudido de inmediato y recibió al neurólogo con efusividad, como un oficial de puesto fronterizo hubiera recibido la inesperada visita de un general de leyenda.

Ackermann llevaba seis horas atareado en torno a la máquina. Mathilde Wilcrau lo observaba trabajar desde la cabina de control. Inclinado sobre Anna, que estaba tumbada con la cabeza en el interior del aparato, ponía inyecciones, regulaba la perfusión, proyectaba imágenes sobre un espejo oblicuo situado en el interior del arco superior del cilindro y, sobre todo, hablaba.

Viéndolo agitarse como un poseso al otro lado del cristal, Mathilde no podía evitar cierta fascinación. Aquel hombretón inmaduro al que no le habría prestado el coche, había realizado con éxito, en un contexto de violencia política extrema, un experimento cerebral único. Había dado un paso de gigante en el conocimiento y el control del cerebro.

Un avance que, en otras circunstancias, habría podido impulsar el desarrollo de terapias tan revolucionarias como para inscribir su nombre en los manuales de neurología y psiquiatría. ¿Tendría el método Ackermann una segunda oportunidad?

El desgarbado pelirrojo seguía agitándose en torno a la máquina con movimientos nerviosos. Mathilde sabía leer bajo sus gestos. Independientemente de la efervescencia de la sesión, Ackermann era un drogadicto. Enganchado a las anfetaminas u otros estimulantes. Por lo demás, apenas habían llegado, había hecho una visita de «avituallamiento» a la farmacia del hospital. Las drogas de síntesis encajaban perfectamente con aquel hombre de mente insaciable, que había vivido por y para la química…

Seis horas.

Arrullada por el ronroneo de los ordenadores, Mathilde se había quedado dormida varias veces. En cuanto se despertaba, trataba de ordenar sus ideas. En vano. Su mente giraba alrededor de una sola, como una polilla en torno a una lámpara.

La metamorfosis de Anna.

El día anterior había recogido a una criatura amnésica, vulnerable y desnuda como un recién nacido. El descubrimiento de la henna lo había cambiado todo. La mujer se había concretado en torno a esa revelación como un cristal de cuarzo. En ese instante, parecía haber comprendido que ya no había que temer lo peor, sino buscarlo y afrontarlo. La idea de presentarse ante el enemigo y sorprender a Eric Ackermann, a pesar del riesgo que entrañaba, había sido suya.

Ahora era ella quien llevaba las riendas.

Luego, durante el interrogatorio del aparcamiento, había aparecido Sema Gokalp. La misteriosa obrera, llena de contradicciones. La inmigrante ilegal llegada de Anatolia que hablaba un francés perfecto. La prisionera en estado de shock que ocultaba otro pasado tras su silencio y su rostro operado…

¿Quién se escondía tras aquel nuevo nombre? ¿Quién era la mujer capaz de transformarse hasta ese punto para convertirse en otra? La respuesta, cuando recuperara definitivamente la memoria. Anna Heymes, Sema Gokalp… Era cono una muñeca rusa, con identidades superpuestas, con nombres y rostros bajo los que siempre se ocultaba otro secreto.

Eric Ackermann se levantó del asiento. Retiró el catéter del brazo de Anna, apartó el soporte del gotero y plegó el espejo de la cámara de positrones. El tratamiento había terminado. Mathilde se desperezó y, una vez más, intentó ordenar sus ideas. No lo consiguió. Una nueva imagen acaparaba su mente.

La henna.

Las líneas rojas que adornan las manos de las mujeres musulmanas parecían trazar una frontera radical entre su universo parisino y el lejano mundo de Sema Gokalp. Un mundo de desiertos, de matrimonios concertados, de ritos ancestrales. Un universo salvaje y terrible, surgido a la sombra de vientos abrasadores, aves de rapiña y pedregales.

Mathilde cerró los ojos.

Manos tatuadas; oscuros arabescos que se entrecruzan en las palmas de manos callosas, alrededor de muñecas morenas, de fuertes dedos; ni un solo centímetro de piel permanece virgen de esos trazos; la línea roja no se rompe jamás: avanza, se ramifica, vuelve sobre sí misma formando bucles y grecas, trazando una geografía hipnótica…

– Se ha dormido.

Mathilde dio un respingo. Ackermann estaba frente a ella. La bata le colgaba de los hombros como una bandera blanca. Tenía la frente perlada de sudor, y el cuerpo, sacudido por tics y temblores, pero aun así emanaba una extraña solidez, la seguridad del sabio bajo el nerviosismo del drogadicto.

– ¿Cómo ha ido todo?

El neurólogo cogió un cigarrillo de la mesa del ordenador, lo encendió y le dio una larga calada.

– Primero, le he inyectado Flumanezil, el antídoto del Valium -dijo soltando una bocanada de humo-. Luego, he borrado mi condicionamiento activando cada zona de su memoria mediante el Oxígeno-15. He hecho exactamente el mismo camino que la otra vez, pero en sentido inverso -explicó Ackermann trazando un eje vertical con el cigarrillo-. Utilizando las mismas palabras y los mismos símbolos. Es una lástima que no tenga las fotografías y los vídeos de los Heymes. Pero creo que el trabajo principal está hecho. Por el momento, sus ideas son confusas. Sus auténticos recuerdos volverán poco a poco. Anna Heymes se irá borrando e irá cediendo el sitio a la primera personalidad. Ahora bien, estamos en el terreno de la pura experimentación -puntualizó Ackermann agitando el cigarrillo.

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