– No ocurrió de ese modo. Todavía no lo recuerdo con claridad, pero entreveo la escena… En noviembre trabajaba en un taller de tintorería. Una especie de lavandería subterránea, en un baño turco. Un lugar que no te puedes imaginar. A menos de un kilómetro de tu casa. Una noche se presentaron allí.
– ¿Los policías?
– No. Los turcos enviados por mis jefes. Sabían que me había escondido allí. Debió de traicionarme alguien, no sé… Pero estaba claro que ignoraban que había cambiado de rostro. Se llevaron, ante mis propios ojos, a una chica que se me parecía. Zeynep no sé qué… Dios mío, cuando vi aparecer a aquellos asesinos… Solo tengo el recuerdo de un miedo atroz.
– ¿Cómo caíste en manos de Charlier? -le preguntó Mathilde, empeñada en reconstruir la historia, en rellenar las lagunas.
– No tengo recuerdos claros sobre eso. Estaba en estado de shock. Supongo que los polis me encontraron en el baño turco. Veo una comisaría, un hospital… En cualquier caso, Charlier se enteró de mi existencia. Una obrera amnésica. Sin estatuto legal en Francia. La cobaya perfecta. -Anna se quedó pensativa, como si sopesara su hipótesis-. En mi historia, hay una ironía increíble -murmuró al cabo de unos instantes-. Porque los polis nunca han sabido quién era realmente. Sin pretenderlo, me han protegido de los otros, de los turcos
Mathilde empezaba a sentir un dolor en las entrañas: el miedo, agravado por la fatiga. Cada vez lo veía todo mas borroso. Las líneas blancas se convertían en gaviotas, en pájaros desdibujados que aleteaban convulsivamente.
En ese momento, vio los paneles indicadores del bulevar periférico. París se insinuaba en el horizonte. Mathilde se concentró en la cinta de asfalto y reanudó el interrogatorio:
– Esos hombres que te buscan… ¿quiénes son?
– Olvídate de eso. Te repito que cuanto menos sepas, mejor para ti.
– Te he ayudado -replicó Mathilde apretando los dientes-. Te he protegido. ¡Habla! Quiero saber la verdad.
Anna seguía dudando. Aquel era su mundo, un mundo del que sin duda nunca le había hablado a nadie.
– La mafia turca tiene una particularidad -dijo al fin-. Utiliza sicarios procedentes del frente político. Los llaman los Lobos Grises. Nacionalistas. Fanáticos de extrema derecha que creen en la instauración de la Gran Turquía. Terroristas entrenados en campos desde niños. Te aseguro que a su lado los esbirros de Charlier parecen boy scouts armados con navajas suizas.
Los indicadores azules se agrandaban. PORTE DE CLIGNANCOURT. PORTE DE LA CHAPELLE. Mathilde ya solo pensaba en una cosa: soltar aquella bomba en la primera parada de taxis. Volver a casa y encontrar la comodidad y la seguridad de su vida diaria. No deseaba nada más; dormir veinticuatro horas seguidas y despertarse al día siguiente pensando: Solo ha sido una pesadilla.
– Seguiré a tu lado -declaró tomando la salida de la Chapelle.
– No. imposible. Tengo algo importante que hacer.
– ¿Qué?
– Recuperar mi cargamento.
– Voy contigo.
– No.
Mathilde sintió que un nudo se endurecía en el fondo de su estómago. De orgullo, más que de coraje.
– ¿Dónde está? ¿Dónde tienes la droga?
– En el cementerio Pére-Lachaise.
Mathilde le lanzó una mirada: Anna parecía más vieja, pero también más dura, más densa. El cristal de cuarzo comprimido sobre sus estratos de verdad…
– ¿Por qué allí?
– Veinte kilos. Había que encontrar una consigna.
– No veo la relación con el cementerio.
Sonrisa de Anna, soñadora, como dirigida hacia su interior.
– Un poco de polvo blanco entre el polvo gris…
Un semáforo en rojo las obligó a parar. Al otro lado del cruce, la rue de la Chapelle se convertía en la rue Marx-Dormoy.
– ¿Cuál es la relación con el cementerio? -repitió Mathilde alzando la voz.
– Está verde. En la place de la Chapelle, continúa en dirección a Stalingrad.
La ciudad de los muertos.
Amplias avenidas rectilíneas, flanqueadas de enormes árboles conscientes de su dignidad. Bloques macizos, monumentos elevados, tumbas lisas y negras.
En la clara noche, aquella parte del cementerio desplegaba sus parterres con generosidad. Un derroche, una ostentación de espacio.
En el aire flotaba un perfume a Navidad; todo parecía cristalizado, cuajado bajo la cúpula de la noche, como en el interior de esas pequeñas esferas que hay que agitar para que la nieve cubra el paisaje. Habían asaltado la fortaleza por la entrada de la rue Pére-Lachaise, próxima a la place Gambetta. Anna se había encaramado al canalón paralelo a la puerta y, con Mathilde a la zaga, había saltado al otro lado entre las puntas de hierro que coronan la tapia. La bajada aún había sido más fácil: los cables eléctricos recorrían la otra cara de la pared longitudinalmente.
En esos momentos subían por la avenue des Combattants-Étrangers. Bajo la luna, las tumbas y sus epitafios se dibujaban con nitidez. Un bunker recordaba a los muertos checoslovacos de la guerra del 14; un monolito blanco honraba la memoria de los soldados belgas; una espiga colosal multiplicaba sus aristas, al estilo Vasarely, en homenaje a los caídos armenios…
Al mirar hacia lo alto de la cuesta y ver un gran edificio acabado en dos chimeneas, Mathilde lo comprendió todo. «Un poco de polvo blanco entre el polvo gris». El columbario. Con un extraño cinismo, Anna la traficante había escondido su alijo de heroína entre las urnas cinerarias.
Recortada contra el cielo nocturno, la construcción recordaba una mezquita crema y oro coronada por una gran cúpula y flanqueada por los minaretes de sus chimeneas. Bloques alargados formaban un cuadrilátero a su alrededor.
Las dos mujeres penetraron en el recinto y avanzaron entre los macizos de un jardín flanqueado de espesos setos. Tras ellos, Mathilde distinguía las hileras de nichos, salpicadas de flores, como páginas de mármol cubiertas de escritura y manchas multicolores.
Todo estaba desierto.
Ningún guarda a la vista.
Anna siguió hasta el fondo del parque y se detuvo ante la escalera de una cripta, oculta tras unos arbustos. Abajo había una puerta de hierro negro cerrada con candado. Durante unos segundos, buscaron otra vía de entrada. A modo de inspiración, un batir de alas les hizo levantar la vista: a dos metros de altura, dos palomas se arrullaban acurrucadas en una lucerna enrejada.
Anna retrocedió para apreciar las dimensiones del vano. Luego apoyó los pies en los adornos metálicos de la puerta y trepó a él. Al cabo de unos segundos, Mathilde la oyó arrancar la reja y romper el cristal.
Sin pensárselo dos veces, tomó el mismo camino.
Una vez arriba, se coló por la abertura y saltó al otro lado. Cayó al suelo al tiempo que Anna daba la luz.
Era un santuario inmenso. Dispuestas en torno a un pozo cuadrado, sus rectilíneas galerías, excavadas en el granito, se perdían en la oscuridad. Las lámparas, colocadas a intervalos regulares, daban al lugar una claridad difusa.
Mathilde se acercó al pretil del pozo: bajo sus pies había otros tres niveles con sus correspondientes túneles. En el fondo se veía una cisterna de azulejos que desde aquella altura parecía diminuta. Era como si estuvieran en una ciudad subterránea, construida tan cerca de una fuente sagrada como había sido posible.
Anna tomó una de las dos escaleras. Mathilde la siguió. A medida que bajaban, el zumbido del sistema de ventilación subía de tono La sensación de templo, de tumba gigantesca, era más intensa en cada rellano.
En el segundo sótano, Anna tomó uno de los pasadizos situados a la derecha, enlosado con baldosas blancas y negras y flanqueado de hileras de nichos. Caminaron largo rato. Mathilde lo observaba todo con una extraña distancia. De vez en cuando, a medida que avanzaba bajo las lámparas, un detalle captaba su atención. Un ramo de flores frescas en el suelo. Un adorno, un detalle, que distinguía determinado nicho. Como el rostro serigrafiado de aquella mujer negra cuyos ensortijados cabellos destacaban en la superficie del mármol. El epitafio decía: SIEMPRE ESTABAS AHÍ. SIEMPRE ESTARÁS AHÍ. O, unos metros más adelante, la fotografía de una niña de ojeras grises pegada sobre una simple placa de escayola. Debajo, alguien había escrito con rotulador: NO ESTA MUERTA, SINO DORMIDA. SAN LUCAS.
– Aquí -dijo Anna. Un nicho más grande cerraba el pasillo-. El gato -ordenó la joven.
Mathilde abrió el bolso que llevaba en bandolera y sacó la herramienta. Con un gesto, Anna la introdujo entre el mármol y la pared e hizo palanca con todas sus fuerzas. Una fisura atravesó la superficie. Anna volvió a hacer presión. La placa cayó al suelo partida en dos mitades.
Anna plegó el gato y lo utilizó como martillo para golpear el tabique del fondo del nicho. Los fragmentos de escayola volaban a su alrededor y se le enredaban en el pelo, pero la joven seguía aporreando con obstinación, sin preocuparse del ruido.
Mathilde contenía la respiración. El ruido de los golpes retumbaba en las paredes y debía de oírse hasta en la place Gambetta. ¿Cuánto tiempo tenían antes de que volvieran los guardas?
Volvió a hacerse el silencio. Envuelta en una nube blanquecina, Anna introdujo medio cuerpo en el nicho y empezó a sacar cascotes. El polvo se iba extendiendo hacia la entrada del pasillo.
De pronto, se oyó un tintineo a sus espaldas.
Las dos mujeres se volvieron.
A sus pies, entre los trozos de yeso, brillaba una llave.
– Prueba con eso. Acabarás antes. -Un hombre con el pelo cortado a cepillo las observaba desde el umbral de la galería. Su cuerpo se reflejaba en el damero del suelo y daba la sensación de mantenerse de pie sobre una superficie de agua-. ¿Dónde está? -preguntó levantando un fusil de pistón. Llevaba un impermeable arrugado que disimulaba su corpulencia, pero no disminuía un ápice la sensación de fuerza que emanaba. El rostro, sobre todo, iluminado lateralmente por una lámpara, era de una ferocidad estremecedora-, ¿Dónde está? -repitió avanzando un paso. Mathilde se sintió mal. Una punzada de dolor le atravesó el estómago, y las piernas se negaron a sostenerla. Tuvo que agarrarse a la puerta de un nicho para mantenerse en pie. Aquello no era ningún juego. Ni tiro deportivo, ni triatlón, ni ningún otro riesgo calculado. Iban a morir, sencillamente. El intruso dio otro paso y, con un gesto preciso, armó el fusil-. ¿Dónde está la droga, cojones?