Se puso en pie y volvió sobre sus pasos. Cuando llegó a la place du Trocadéro, las cafeterías estaban abriendo. Vio las luces de Malakoff, la cervecería donde estaba citado con Naubrel y Matkowska, los dos tenientes de la policía judicial.
El día anterior les había ordenado que olvidaran la pista de las cámaras de alta presión y recopilaran todo lo que pudieran encontrar sobre los Lobos Grises y su historia política. Si iba a concentrarse en la Presa, quería conocer también a los cazadores.
Al llegar a la puerta de la cervecería, se detuvo y reflexionó sobre el nuevo problema que le preocupaba desde hacía horas: la desaparición de Jean-Louis Schiffer. No había dado señales de vida desde la conversación telefónica de las once de la noche. Paul había intentado hablar con él repetidas veces, pero en vano. Podía haberse temido lo peor, haberse inquietado por su vida, pero no: más bien presentía que aquel cabrón lo había dejado en la estacada. Recuperada la libertad, el Cifra debía de haber dado con una buena pista y la estaba siguiendo en solitario.
Paul procuró reprimir su cólera y mentalmente le concedió una nueva oportunidad: le daba hasta las diez de la mañana para aparecer. Cumplido el plazo, lanzaría una orden de búsqueda. No le faltaba más que eso.
Empujó la puerta de la cervecería sintiendo que su humor volvía a ensombrecerse.
Los dos tenientes ya lo estaban esperando en el fondo del bar. Antes de reunirse con ellos, Paul se frotó la cara y trató de alisare la parka. Quería recobrar parte de la apariencia de lo que era -su superior jerárquico- y no parecer un vagabundo surgido de la noche.
Cruzó el local, demasiado iluminado, demasiado renovado, donde todo parecía falso, desde las arañas hasta los respaldos de los bancos. Falso cinc, falsa madera y falso cuero. Un garito pretencioso, saturado de vapores de alcohol y olor a tapa, pero todavía desierto.
Paul se sentó frente a sus investigadores v contempló con placer sus risueños rostros. Como policías, Naubrel y Matkowska no serían unos linces, pero tenían el entusiasmo de su juventud. Le recordaban el camino que él nunca había sabido tomar: el de la ligereza y la despreocupación.
Empezaron abrumándolo con detalles sobre sus investigaciones nocturnas. Paul pidió un café y los atajó:
– Muy bien, chicos. Vamos al grano.
Tras cambiar una mirada de complicidad con su compañero, Naubrel abrió una gruesa carpeta llena de fotocopias.
– Los Lobos Grises son, ante todo y en primer lugar. un asunto político. por lo que hemos podido entender, en los años sesenta, las ideas de izquierda estaban en auge en Turquía. Exactamente igual que en Francia. Como reacción, la extrema derecha subió, como la espuma. Un tal Alpaslan Türkes, un coronel que había coqueteado con los nazis, formó un partido: el partido de Acción Nacionalista. Él y sus hordas se presentaron como una muralla contra la amenaza roja
– A la sombra de ese grupo oficial -dijo Matkowska tomando el relevo- empezaron a surgir centros ideológicos destinados a los jóvenes. Primero en las facultades y más tarde en el campo. Los chicos que se adherían a ellos se hacían llamar los «Idealistas» y también los «Lobos Grises». -El teniente consultó sus notas-. Bozkurt, en turco.
Aquellos datos corroboraban los que le había dado Schiffer.
– En los años setenta -siguió explicando Naubrel-, la tensión entre comunistas y fascistas llegó a su punto culminante. Los Lobos Grises tomaron las armas. En determinadas regiones de Anatolia se crearon centros de entrenamiento. En ellos, los jóvenes Idealistas recibían adoctrinamiento político, aprendían artes marciales y se iniciaban en el manejo de las armas. Campesinos analfabetos se convirtieron en asesinos armados, entrenados y fanáticos.
Matkowska hojeó otro fajo de fotocopias:
– En 1977, los Lobos Grises pasaron a la acción: atentados con bomba, ametrallamiento de lugares públicos, asesinatos de conocidas personalidades… Los comunistas respondieron. Estalló una auténtica guerra civil. A finales de la década, la violencia política se cobraba en Turquía entre quince y veinte víctimas diarias. El terror puro y simple.
– ¿Y el gobierno? -preguntó Paul-. ¿La policía? ¿El ejército?
Sonrisa de Naubrel.
– Exacto. Los militares dejaron que la situación se pudriera hasta un punto que justificara su intervención. En 1980 dieron un golpe de Estado. Fulminante y limpio. Los terroristas de ambos bandos acabaron en la cárcel. Los Lobos Grises lo viven como una traición: luchaban contra los comunistas, y resulta que los políticos de derecha los mandan a chirona… En esa misma época, Türkes escribió lo siguiente: «Yo estoy en la cárcel, pero mis ideas están en el poder». En realidad, los Lobos Grises salieron enseguida. Türkes reanuda poco a poco sus actividades políticas. Siguiendo su ejemplo, otros Lobos Grises se desprenden de su pasado y se convierten en diputados, en parlamentarios. Pero hay otros: la tropa, los campesinos adiestrados en los campos, que no han conocido otra cosa que la violencia y el fanatismo.
– Sí -remachó Matkowska-, y esos se han quedado huérfanos. La derecha está en el poder y ya no los necesita. El propio Türkes, preocupado por su respetabilidad, les vuelve la espalda. Cuando salen del trullo, ¿qué pueden hacer?
Naubrel dejó la taza de café y respondió a la pregunta. El numerito del dueto les estaba saliendo que ni ensayado.
– Se reciclan como mercenarios. Tienen armas y experiencia. Trabajan para el mejor postor, sea el Estado o la mafia. Según los periodistas turcos con los que hemos hablado, es un secreto a voces: los Lobos Grises han trabajado para el MIT, los servicios secretos turcos, y han eliminado a líderes armenios y kurdos. También han formado milicias, escuadrones de la muerte. Pero su pan diario se lo proporciona la mafia. Cobro de deudas, extorsión, servicios de orden… A mediados de los ochenta, se incorporan al tráfico de droga que se está desarrollando en Turquía. A veces suplantan a los clanes mafiosos y toman el control. Comparados con los criminales clásicos, poseen una baza fundamental: conservan lazos con el poder, especialmente con la policía. En los últimos años han estallado en Turquía varios escándalos que han revelado la existencia de lazos más estrechos que nunca entre mafia, Estado y nacionalismo.
Paul reflexionaba. Todas aquellas historias le parecían vagas y lejanas. El mismo término «mafia» sonaba a tópico vacío. Siempre las mismas ideas de tentáculos, de complot, de redes invisibles… ¿Qué designaba exactamente? Nada de todo aquello lo acercaba a los asesinos que buscaba ni a la mujer a la que perseguían. No había ni un mal rostro, ni un mal nombre al que hincarle el diente.
Como si le hubiera adivinado el pensamiento, Naubrel soltó una risita cargada de orgullo.
– Y ahora, ¡sitio para las imágenes! -exclamó apartando las tazas y metiendo la mano en un sobre-. Hemos entrado en Internet y consultado los archivos fotográficos de Milliyet, uno de los periódicos con más tirada de Estambul. Hemos descubierto esto.
– ¿Qué es? -preguntó Paul cogiendo la primera foto.
– El entierro de Alpaslan Türkes. El «viejo Lobo» murió en abril de 1997. Tenía ochenta años. Un auténtico acontecimiento nacional.
Paul no daba crédito a sus ojos: el funeral había atraído a miles de turcos. El pie de foto precisaba en inglés: «Cuatro kilómetros de cortejo fúnebre, vigilados por diez mil policías».
Era un cuadro grave y magnífico. Negro como la muchedumbre que se arremolinaba en torno a los coches de la comitiva, ante la mezquita de Ankara. Blanco como la nieve que caía ese día en apretados copos. Rojo como la bandera turca que flotaba por doquier sobre las cabezas de los «fieles»…
Las siguientes fotografías mostraban la cabeza del cortejo. Paul reconoció a la ex primera ministra Tansu Çiller y concluyó que la acompañaban otros dignatarios políticos turcos. Incluso pudo comprobar la presencia de emisarios llegados de Estados vecinos, ataviados con prendas tradicionales de Asia Central, gorros y túnicas bordadas en oro.
De pronto, cayó en la cuenta. Los padrinos de la mafia turca también debían de haber participado en aquel desfile… Los jefes de las familias de Estambul y de las demás regiones de Anatolia, llegados a rendir el último homenaje a su aliado político. Puede que entre ellos también estuviera el hombre que tiraba de los hilos de su asunto. El que había lanzado a los Lobos sobre las huellas de Sema Gokalp…
Siguió viendo el resto de las fotos, que revelaban detalles singulares entre la muchedumbre. Por ejemplo, la mayoría de las banderas rojas no llevaban bordada una media luna -el emblema turco-, sino tres, dispuestas en forma de triángulo. Asimismo, diversos carteles ostentaban la efigie de un lobo aullando bajo las tres lunas.
Paul tenía la sensación de estar contemplando un ejército en marcha, una muchedumbre de guerreros de piedra con valores primitivos y símbolos esotéricos. Más que un partido político al uso, los Lobos Grises formaban una especie de secta, un clan místico con referentes ancestrales.
Las imágenes del final lo sorprendieron con un último detalle: los militantes no alzaban el puño al paso de la comitiva, como le había parecido. Hacían un saludo mucho más original: levantaban dos dedos. Paul se fijó en una mujer deshecha en llanto bajo la nieve, que hacía ese enigmático gesto.
Mirando con más atención, comprobó que levantaba el índice y el meñique y juntaba el corazón y el anular con el pulgar, como si hubiera cogido con ellos una pizca de sal.