– ¿Qué significa este gesto?
– No lo sé -respondió Matkowska-. Lo hacen todos. Un signo identificativo, sin duda. Para mí que están todos zumbados.
Aquel signo era una clave. Dos dedos levantados hacia el cielo, como dos orejas…
De pronto, lo comprendió.
Hizo el gesto ante Naubrel y Matkowska.
– Por Dios santo, ¿es que no veis lo que representa? -rezongó Paul. Puso la mano de lado, apuntando hacia el cristal como un hocico-. Fijaos bien.
– Joder -murmuró Naubrel-. Es un lobo. La cabeza de un lobo.
– Tendréis que separaros -les anunció Paul al salir de la cervecería.
Los tenientes acusaron el golpe. Tras pasar la noche en blanco, debían de estar deseando volver a casa. Su expresión despechada no hizo mella en Paul.
– Naubrel, tú continuarás con la investigación sobre las cámaras de alta presión.
– ¿Qué? Pero…
– Quiero una lista completa de las obras que utilizan ese tipo de aparatos en la región de París.
– Capitán, ese asunto es un callejón sin salida -repuso el de la judicial abriendo las manos en un gesto de impotencia-. Matkowska y yo hemos investigado en todos los sectores. De la construcción a la calefacción, de la sanidad al vidrio… Hemos visitado los talleres de pruebas, los…
Paul lo acalló con un gesto. Si hubiera sido por él, lo habría dejado correr. Pero, durante su última conversación telefónica, Schiffer le había preguntado por aquella pista, cosa que no habría hecho sin una buena razón. Ahora más que nunca, confiaba en el instinto del viejo sabueso…
– Quiero esa lista -repitió-. Todos los lugares en los que haya la menor posibilidad de que los asesinos hayan utilizado una cámara.
– ¿Y yo? -preguntó Matkowska.
Paul le tendió las llaves de su piso.
– Ve a mi casa, a la rue Chemin-Vert. Recoge todos los catálogos, fascículos y documentos sobre máscaras y bustos antiguos que encuentres en mi buzón. Me los deja un agente de la Anticriminal.
– ¿Qué hago con ellos?
Paul tampoco creía en aquella pista, pero, una vez más, oyó la voz de Schiffer: «¿Y las máscaras?». Puede que no fuera una hipótesis tan descabellada.
– Te instalas en mi casa y comparas cada imagen con los rostros de las muertas -respondió con firmeza.
– ¿Por qué?
– Busca similitudes. Estoy seguro de que el asesino se inspira en restos arqueológicos para desfigurarlas. -El teniente miraba las llaves en la palma de su mano con incredulidad. Paul no dio más explicaciones. Alejándose hacia el coche, añadió-: Nos veremos a mediodía. Si entretanto descubrís algo importante, me llamáis de inmediato.
Era el momento de ocuparse de una nueva idea que no paraba de darle vueltas en la cabeza: Ali Ajik, consejero cultural de la embajada turca, vivía a unas manzanas de allí. Valía la pena llamarlo. Siempre se había mostrado dispuesto a colaborar en la investigación, y Paul necesitaba hablar con un ciudadano turco.
Una vez en el coche, lo llamó con el móvil, que ya estaba recargado. Ajik no dormía; al menos, eso aseguró.
Minutos más tarde, Paul subía la escalera que conducía al domicilio del diplomático. Tenía flojera. La falta de sueño, el hambre, los nervios…
Ajik lo recibió en un pisito moderno transformado en cueva de Alí Babá. La luz arrancaba reflejos cobrizos al lustroso mobiliario y las paredes estaban cubiertas de medallones, cuadros y lámparas que irradiaban oro y bronce. El suelo había desaparecido bajo alfombras superpuestas de los mismos tonos ocres. Aquella decoración de las mil y una noches se compadecía mal con el personaje, un turco moderno y políglota de unos cuarenta años.
– Antes que yo -explicó Ajik en tono de disculpa-, ocupó el piso un diplomático de la vieja escuela. Bueno, ¿cuál es la urgencia? -le preguntó sonriendo con las manos metidas en los bolsillos del chándal gris perla.
– Me gustaría enseñarle unas fotos.
– ¿Fotos? Faltaría más. Pase. Estaba preparando té.
A Paul le habría gustado rechazar la invitación, pero tenía que jugar a aquel juego. Su visita era informal, por no decir ilegal, puesto que rayaba con la violación de la inmunidad diplomática.
Se acomodó en el suelo, entre alfombras y cojines bordados, y esperó mientras Ajik, sentado con las piernas cruzadas, servía el té en vasitos convexos.
Paul observó al turco. Bajo el pelo, negro y muy corto, las facciones eran regulares. Un rostro fino que parecía dibujado con rotring. Lo único perturbador era la mirada, debido a la asimetría de los ojos. La pupila izquierda permanecía clavada en Paul, mientras que la otra conservaba toda su movilidad.
– Antes me gustaría hablarle de los Lobos Grises -dijo Paul sin tocar el vasito caliente.
– ¿Otro caso?
Paul se hizo el sordo.
– ¿Qué sabe de ellos?
– Todo eso es cosa del pasado. Su época de poder fue la década de los setenta. Unos individuos muy violentos… -Ajik le dio un parsimonioso sorbo al vasito-. ¿Se ha fijado en mi ojo? -Paul adoptó una expresión de asombro que venía a significar: «Ahora que lo dice…»-. Sí, se ha fijado -dijo Ajik con una sonrisa-. Me lo reventaron los Idealistas. En el campus de la universidad, cuando militaba en la izquierda. Utilizaban métodos un tanto… expeditivos.
– ¿Y hoy en día?
Ajik hizo un gesto desdeñoso.
– No existen. En todo caso, no como grupo terrorista. Ya no necesitan utilizar la fuerza: están en el poder.
– No le hablo del terreno político. Le hablo de sicarios. De los que trabajan para los cárteles criminales.
– Todas esas historias… -murmuró el diplomático adoptando un tono irónico-. En Turquía es difícil separar leyenda y realidad.
– Algunos están al servicio de los clanes mafiosos, ¿sí o no?
– En el pasado si, es indudable. Pero hoy… -Ajik frunció el ceño-. ¿por qué quiere saberlo? ¿Tiene alguna relación con la serie de asesinatos?
– Según mis informaciones -dijo Paul por toda respuesta-, esos hombres permanecen fieles a su causa pese a trabajar para las mafias.
– Es cierto. En el fondo, desprecian a los gángsteres que les pagan. Están convencidos de que sirvan un ideal más elevado.
– Hábleme de ese ideal.
Ajik respiró hondo exagerando la dilatación del torso, como si retuviera una gran bocanada de patriotismo.
– El retorno del imperio turco. El mito del Turán.
– ¿Qué es eso?
– Necesitaría todo un día para explicárselo.
– Por favor -dijo Paul en un tono más firme-. Necesito saber qué mueve a esos fulanos.
Ali Ajik apoyó el codo en una pila de cojines.
– El pueblo turco tiene sus raíces en las estepas de Asia Central. Nuestros antepasados tenían los ojos oblicuos y vivían en las mismas regiones que los mongoles. Los hunos, por ejemplo, eran turcos. Esos nómadas se expandieron por toda Asia Central y llegaron a Anatolia hacia el siglo X de la era cristiana.
– Pero ¿qué es el Turán?
– El imperio original, que no existió jamás, bajo el que habrían vivido unificados todos los pueblos turcófonos de Asia Central. Una especie de Atlántida a la que los historiadores han aludido a menudo sin aportar la menor prueba de su realidad. Los Lobos Grises sueñan con ese continente perdido. Con reunir a los uzbekos, los tártaros, los uigures, los turkmenos… Con reconstruir un inmenso imperio que se extendería desde los Balcanes hasta el Baikal.
– ¿Un proyecto realizable?
– Evidentemente no, aunque el mito tiene una parte de realidad. Hoy, los nacionalistas propugnan alianzas económicas, el uso en común de recursos naturales por parte de los pueblos turcófonos. Como el petróleo, por ejemplo.
Paul recordó a los hombres de ojos oblicuos y capas de brocados presentes en los funerales de Türkes. Había dado en el clavo: el mundo de los Lobos Grises formaba un Estado dentro del Estado. Una nación subterránea, situada por encima de las leyes y las fronteras de otros países.
Sacó las fotos del entierro. En aquella postura de buda, se le estaban durmiendo las piernas.
– ¿Le dicen algo estas fotos?
Ajik cogió la primera y murmuró:
– El entierro de Türkes… En esa época, yo no estaba en Estambul.
– ¿Reconoce a alguna personalidad importante?
– ¡A toda la flor y nata! Miembros del gobierno, representantes de los partidos de la derecha, candidatos a la sucesión de Türkes…
– ¿Ve algún Lobo Gris activo? Me refiero a malhechores conocidos.
El diplomático pasaba de una imagen a otra con visible y creciente incomodidad. Como si el simple hecho de ver a aquellos hombres reviviera el antiguo terror en su interior.
– Este dijo señalando una figura con el dedo-. Oral Celik.
– ¿Quién es?
– El cómplice de Ali Agça. Uno de los dos individuos que intentaron asesinar al Papa en 1981.
– ¿Está en libertad?
– El sistema turco. No olvide nunca los lazos entre los Lobos Grises y la policía. Ni la espantosa corrupción de nuestra justicia…
– ¿Reconoce a otros?
– No soy especialista en el tema -respondió Ajik con cierta reticencia.
– Me refiero a celebridades. A jefes de familia.
– ¿Babas, quiere decir? -Paul memorizó el término, sin duda el equivalente turco a «padrino». El diplomático observaba detenidamente cada foto-. Algunas caras me resultan conocidas -admitió al fin-, pero no recuerdo los nombres. Son rostros que aparecen regularmente en los periódicos, con motivo de algún juicio: tráfico de armas, secuestros, casas de juego…
Paul sacó un rotulador del fondo de un bolsillo.