– Rodee con un círculo las caras que reconozca. Y apunte el nombre al lado, si lo recuerda.
El turco trazó varios círculos, pero no escribió ningún nombre. De pronto, se detuvo.
– Este es una auténtica estrella. Una figura nacional.
Señaló a un individuo muy alto, de al menos setenta años, que utilizaba bastón. Frente despejada, pelo gris peinado hacia atrás y mandíbulas prominentes que recordaban el perfil de un ciervo. Un careto difícil de olvidar.
– Ismail Kudseyi. Sin lugar a dudas, el buyuk-baba más poderoso de Estambul. Hace poco leí un artículo sobre él… Al parecer, sigue en activo. Uno de los mayores traficantes de droga de Turquía. Hay pocas fotos de él. Se dice que hizo que le reventaran los ojos a un fotógrafo que había hecho una serie sobre él subrepticiamente.
– ¿Sus actividades criminales son conocidas?
Ajik se echó a reír.
– Por supuesto que sí. En Estambul se dice que la única cosa a la que aún puede tenerle miedo Kudseyi es a un terremoto.
– ¿Está relacionado con los Lobos Grises?
– ¡Y hasta qué punto! Es uno de sus líderes históricos. La mayoría de los oficiales de policía en activo se formaron en sus campos de adiestramiento. También es famoso por sus actividades filantrópicas. La fundación que lleva su nombre concede becas a los hijos de los desheredados. Todo sobre un fondo de patriotismo exacerbado.
Paul se fijó en un detalle.
– ¿Qué es eso de las manos?
– Cicatrices causadas por ácido. Se dice que empezó como asesino a sueldo en los años sesenta. Hacía desaparecer los cadáveres con sosa. Solo es otro rumor.
Paul sintió no extraño hormigueo en las venas. Un individuo así podía haber ordenado la muerte de Sema Gokalp. Pero ¿por qué? ¿Y por qué él y no su vecino en la comitiva? ¿Cómo averiguarlo a dos mil kilómetros de distancia?
Observó los demás rostros rodeados de círculos. Caras duras, impenetrables, con mostachos cubiertos de nieve…
A su pesar, aquellos señores del crimen le inspiraban un respeto ambiguo. Entre ellos, había un joven de hirsuta cabellera.
– ¿Y éste?
– La nueva generación. Azer Akarsa. Un polluelo de Kudseyi. Un pequeño campesino convertido en gran hombre de negocios gracias al respaldo de la fundación de su mentor. Ha hecho fortuna en el negocio de la fruta. Hoy, Akarsa es dueño de inmensos vergeles en su región natal, cerca de Gaziantep. Y aún no ha cumplido los cuarenta. Un golden boy al estilo turco.
El nombre de Gaziantep disparó la alarma en la mente de Paul. Todas las víctimas eran originarias de esa región. ¿Simple coincidencia? Observó con detenimiento a aquel joven con chaqueta de terciopelo abotonada hasta el cuello. Más que un as de los negocios, parecía un estudiante bohemio y soñador.
– ¿Hace política?
Ajik asintió con la cabeza.
– Es un líder moderno. Ha fundado sus propios hogares, en los que se oye rap, se habla de Europa, se bebe alcohol… Todo muy liberal.
– ¿Un moderado?
– Solo en apariencia. En mi opinión. Akarsa es un fanático puro. puede que el peor de todos. Cree en un retorno radical a las raíces. Está obsesionado por el esplendoroso pasado de Turquía. Tiene su propia fundación, que financia trabajos de arqueología.
Paul pensó en las máscaras antiguas, en los rostros esculpidos como si fueran de piedra. Pero eso no era una pista. Ni siquiera una teoría. Solo un delirio que hasta el momento no tenía ninguna base.
– ¿Actividades criminales? -siguió preguntando.
– No, no lo creo. Akarsa no necesita dinero. Y estoy seguro de que desprecia a los Lobos Grises que se comprometen con la mafia. A sus ojos, no son dignos de la «causa».
Paul consultó su reloj: las nueve y media. Tenía que seguir con los cirujanos. Recogió las fotografías y se levantó.
– Gracias, Ali. Estoy seguro de que esta información va a serme muy útil, de un modo u otro.
El diplomático lo acompañó hasta la puerta.
– Todavía no me ha contestado -le recordó en el umbral-. ¿Tienen los Lobos Grises algo que ver con la serie de asesinatos?
– Existe alguna posibilidad de que estén implicados, sí.
– Pero ¿de qué modo?
– No puedo decírselo.
– ¿Cree… que están en París?
Paul salió al rellano sin responder.
– Una última cosa, Ali -dijo al llegar a la escalera-. ¿Por qué ese nombre, Lobos Grises?
– Hace referencia al mito de los orígenes.
– ¿Qué mito?
– Se cuenta que, en tiempos inmemoriales, los turcos no eran más que una horda hambrienta y sin hogar, perdida en el corazón de Asia Central. Cuando estaban en las últimas, los lobos los alimentaron y protegieron. Lobos grises, que dieron origen al auténtico pueblo turco. -Paul se dio cuenta de que aferraba la barandilla con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos como la tiza. Imaginaba una manada trotando por estepas infinitas, confundida con la gris y pulverulenta luz del sol-. Protegen a la raza turca, capitán -concluyó Ajik-. Son los guardianes de los orígenes, de la pureza inicial. Algunos incluso creen que descienden de una loba blanca, Asena. Espero que se equivoque, que esa gente no esté en París. Porque no son criminales al uso. No se parecen a nada de lo que usted haya podido conocer, ni de cerca ni de lejos.
Paul acababa de entrar en el Golf cuando sonó el móvil.
– Capitán, creo que podría tener algo.
Era la voz de Naubrel.
– ¿Qué?
– Interrogando a un calefactor, he descubierto que la presión también se utiliza en un sector que no habíamos investigado.
Paul, que aun tenía la cabeza llena de lobos y estepas, apenas entendía de qué hablaba el de la judicial.
– ¿Qué sector? -preguntó por preguntar.
– La conservación de alimentos. Una técnica bastante reciente, importada de Japón. En lugar de calentarlos productos, los someten a una presión elevada. Es más caro, pero permite conservar las vitaminas y…
– Desembucha, joder. ¿Tienes una pista?
– Varias empresas instaladas en las cercanías de París utilizan esa técnica -refunfuñó Naubrel-. Productos de lujo, biológicos o exquisitos. Hay una que me parece interesante, en el valle del Biévre.
– ¿Por qué?
– Pertenece a una sociedad turca.
Paul sintió picores en la raíz del pelo.
– ¿Cómo se llama?
– Empresas Matak.
Dos sílabas que no le decían nada, la verdad.
– ¿Qué productos comercializan?
– Zumos de fruta y conservas de lujo. Según mis informaciones, es un laboratorio más que una instalación industrial. Una especie de unidad piloto.
Los picores se transformaron en descargas eléctricas. Azer Akarsa, El golden boy nacionalista que había levantado un imperio frutícola. El joven campesino de Gaziantep. ¿Habría alguna relación?
– Esto es lo que vas a hacer -dijo Paul con voz más firme-. Arréglatelas para visitar las instalaciones.
– ¿Ahora?
– ¿Tú qué crees? Quiero que inspecciones su espacio presurizado de arriba abajo. Pero mucho cuidado: nada de investigación oficial ni carnet tricolor.
– Entonces, ¿cómo quiere que…?
– Apáñatelas como puedas. También quiero que averigües los nombres de los propietarios en Turquía.
– ¡Será un holding o una sociedad anónima!
– Habla con los responsables del laboratorio. Contacta con la Cámara de Comercio de Francia. Y con la de Turquía, si hace falta. Quiero la lista de los principales accionistas.
– ¿Qué buscamos? -preguntó Naubrel, que parecía haber comprendido que su superior seguía una pista concreta.
– Tal vez un nombre: Azer Akarsa.
– ¡Joder con los nombrecitos! ¿Puede deletreármelo? -Paul hizo lo que le pedía. Iba a colgar, pero el de la judicial pregunto-: ¿Ha puesto la radio?
– ¿Por qué?
– Esta noche han encontrado un cadáver en el Pére-Lachaise. Con la cara destrozada.
Una flecha de hielo entre las costillas.
– ¿Una mujer?
– No. Un hombre. Un policía. Un veterano del Distrito Décimo. Jean-Louis Schiffer. Un especialista en los turcos y…
Los peores destrozos producidos por una bala en un cuerpo humano no los causa la propia bala, sino su surco, que crea un vacío destructor, una cola de cometa a través de la carne, los tejidos, los huesos…
Paul sintió que aquellas palabras lo atravesaban del mismo modo, le horadaban las entrañas y trazaban un túnel de dolor que le hizo gritar. Pero no oyó ningún grito, porque ya había puesto el faro giratorio y encendido la sirena.
Estaban todos allí.
Podía clasificarlos por la indumentaria. Los peces gordos de la place Beauvau, con abrigo negro y zapatos lustrosos, de luto permanente; los comisarios y jefes de brigada, de verde camuflaje o pata de gallo otoñal, como cazadores al acecho; los oficiales de la policía judicial, con cazadora de cuero, brazaletes rojos y pinta de proxenetas metidos a milicianos. Fuera cual fuese su grado y su servicio, la mayoría llevaba bigote. Era un símbolo corporativo, una divisa igualadora. Tan previsible como la escarapela de su carnet.
Paul atravesó la barrera de furgones y coches patrulla, cuyos faros giraban silenciosamente ante el columbario, y pasó discretamente por debajo de la cinta amarilla que impedía el acceso a los edificios.
Una vez en el recinto, torció a la izquierda y se escondió detrás de una columna de la arcada. No perdió tiempo admirando el lugar: las largas galerías con los muros cuajados de nombres y flores, la atmósfera de respeto sagrado que emanaba del mármol, sobre el que el recuerdo de los muertos flotaba como la bruma sobre el agua. Se concentró en el grupo de policías que permanecían de pie en el jardín y trató de localizar rostros conocidos.