Se contempla en el espejo unos instantes. Rostro destrozado, huesos triturados, piel recosida: bajo la aparente belleza, una mentira más…
Sonríe a su imagen y murmura:
– Ya no hay elección.
Luego sumerge el índice derecho en la henna con precaución.
Las cinco.
La estación de Haydarpasa.
Un punto de salida y llegada tanto ferroviario como marítimo. Todo es exactamente igual que en su recuerdo. El edificio central, una U flanqueada por dos gruesas torres y abierta hacia el estrecho como un abrazo, una bienvenida al mar. Luego, alrededor, los diques, que trazan ejes de piedra y forman un laberinto de agua. En el segundo, al final del muelle, se alza el faro. Una torre aislada, como posada sobre los canales.
A esa hora, todo está oscuro, frío, apagado. En la estación, tras los empañados cristales, una sola luz palpita débilmente y difunde una claridad rojiza y vacilante.
El quiosco del iskele -el embarcadero- brilla también y se refleja en el agua en una mancha de un azul cobrizo, más débil aún, casi violeta.
Con los hombros encogidos y el cuello de la chaqueta levantado, Sema pasa junto al edificio central y bordea la orilla. El ambiente tenebroso la satisface: contaba con aquel desierto inerte, silencioso, amortajado por la escarcha. Se dirige al fondeadero de las embarcaciones de recreo. Los cables y las velas la siguen de cerca con su incesante tintineo. Sema escruta cada barca, cada esquife. Al fin, ve un hombre encogido en el fondo de una chalupa, cubierto con una lona. Lo despierta y le ofrece una cantidad. Aturdido, el marinero acepta el precio, una fortuna. Sema le asegura que no se alejará del segundo espigón, que no perderá de vista su barco. El hombre acepta, pone en marcha el motor sin decir palabra y salta al embarcadero.
Sema coge el timón. Maniobra entre las embarcaciones y se aleja del muelle. Sigue el primer dique, rodea el extremo del terraplén y continúa a lo largo del segundo dique en dirección al faro. A su alrededor, el silencio es total. En lontananza, el puente iluminado de un carguero perfora la oscuridad. A la luz de los focos, perlados de roción, se agitan las sombras. Por un breve instante Sema se siente cómplice, solidaria con esos fantasmas dorados.
Se acerca a las rocas. Amarra la barca y sube al faro. Fuerza la puerta sin dificultad. El angosto interior, hostil a cualquier presencia humana, está helado. El faro, automatizado, parece no necesitar a nadie. En lo alto de la torre, el enorme proyector gira lentamente sobre su pivote exhalando largos quejidos.
Sema enciende la linterna que ha llevado consigo. El muro circular, que la rodea de cerca, está húmedo y sucio, y el suelo, encharcado. La escalera de caracol, de hierro, apenas deja espacio libre. Sema siente el batir de las olas bajo sus pies. Se imagina el faro como un pétreo signo de interrogación en los confines del mundo. Un lugar radicalmente solitario. El sitio ideal.
Saca el móvil de Kürsat y llama al número de Azer Akarsa.
Oye el timbre. Descuelgan. Silencio. Después de todo, son poco más de las cinco…
– Soy Sema -dice en turco.
El silencio persiste. De pronto, la voz de Akarsa resuena cerca:
– ¿Dónde estás?
– En Estambul.
– ¿Qué propones?
– Un encuentro. Tú y yo solos. En territorio neutral.
– ¿Dónde?
– La estación de Haydarpasa. En el faro del segundo dique.
– ¿A qué hora?
– Ahora. Ven solo. En barca.
– ¿Para que me caces como a un conejo? -pregunta la voz en un tono que sugiere una sonrisa.
– Eso no resolvería mis problemas.
– No veo nada que pueda resolver tus problemas.
– Lo verás si vienes.
– ¿Dónde está Kürsat?
El número debe de aparecer en la pantalla de su teléfono. Para qué mentir?
– Muerto. Te espero. Haydarpasa. Solo. Y en barca.
Sema corta la comunicación y echa un vistazo por la ventana enrejada. La estación marítima empieza a animarse. El tráfico del alba se inicia parsimoniosamente. Un barco se desliza sobre unos raíles, abandona el agua y desaparece bajo los arcos de las iluminadas atarazanas.
Su puesto de observación es perfecto. Desde allí puede vigilar la estación y sus embarcaderos, el muelle y el primer dique, al mismo tiempo. No hay modo de acercarse sin ser visto.
Cuando se sienta en la escalera, está tiritando. Un cigarrillo.
Sema deja vagar la mente. Surge un recuerdo, sin motivo aparente. El calor de la escayola sobre su piel. Las gasas pegadas a su martirizada carne. El insoportable picor bajo los vendajes. Se recuerda convaleciente, entre el sueño y la vigilia, atiborrada de sedantes. Y, sobre todo, se recuerda horrorizada ante su nuevo rostro, hinchado a reventar, cubierto de hematomas v costras…
También pagarán por eso.
Las cinco y cuarto.
El frío se convierte en mordedura, casi en quemadura. Se levanta, patea el suelo, agita los brazos, lucha contra el entumecimiento… Los recuerdos de la operación la llevan directamente a su último descubrimiento, que hizo unas horas antes, en el hospital Central de Estambul. De hecho, no fue más que una confirmación. Ahora recuerda con exactitud aquel día de marzo de 1999, en Londres. Una colitis sin importancia, que la obligó a hacerse una radiografía. Y a aceptar la verdad.
¿Cómo fueron capaces de hacerle eso?
Mutilarla para siempre.
Por eso huyó.
Por eso los matará a todos.
Las cinco y media.
El frío le cala los huesos. La sangre afluye a sus órganos vitales y abandona poco a poco sus extremidades a los eritemas y la hipotermia. En unos minutos, estará completamente entumecida.
Con paso mecánico, se acerca a la puerta, sale del faro, agarrotada, y trata de desentumecerse las piernas caminando por el espigón. Su única fuente de calor es su propia sangre; tiene que hacerla circular, repartirse de nuevo por todo su cuerpo…
Sema oye voces a lo lejos. Levanta la cabeza. Unos pescadores se acercan al primer dique. Eso no lo había previsto. Al menos, no tan temprano.
En la oscuridad, distingue sus cañas, que ya azotan la superficie del agua.
¿Son pescadores realmente?
Consulta su reloj: las seis menos cuarto.
Dentro de unos minutos, se marchará. No puede esperar a Azer Akarsa más tiempo. Instintivamente sabe que, fuera cual fuese el lugar de Estambul en que se encontrara, le basta media hora para llegar a la estación. Si tarda más es porque se está organizando, tendiendo su trampa.
Un chapoteo. En las tinieblas, la estela de una barca traza un surco en el agua. La chalupa deja atrás el primer dique. Una silueta se arquea sobre los remos. Movimientos lentos, amplios, uniformes. Un rayo de luna acaricia los hombros de terciopelo.
Al cabo de unos instantes, la barca toca las rocas.
El hombre se levanta y coge la amarra. Sus movimientos y los ruidos que producen parecen irreales de puro banales. Sema no puede creer que el hombre que solo vive para matarla esté a dos metros de ella. Pese a la falta de luz, distingue su chaqueta de terciopelo, olivácea y gastada, su gran pañuelo, su hirsuta pelambrera… Cuando se inclina para lanzarle la cuerda, incluso llega a ver, por una décima de segundo, el brillo malva de sus ojos.
Sema atrapa la amarra y la anuda a la cuerda de su barca. Azer se dispone a saltar a tierra, pero lo detiene encañonándolo con la Glock.
– Las lonas -le ordena entre dientes. Azer lanza una mirada a los viejos toldos amontonados en el fondo de la barca-. Levántalas.-El hombre obedece. La barca está vacía-. Acércate. Muy despacio.
Sema retrocede para dejar que suba al espolón. Con un gesto, lo intima a levantar los brazos; luego lo cachea con la mano izquierda: nada.
– Yo juego según las reglas -murmura Azer.
Sema lo empuja hacia la puerta del faro y lo sigue pisándole los talones. Apenas entran, el hombre se sienta en la escalera de hierro. En sus manos ha aparecido una bolsita de celofán.
– ¿Un bombón -Sema no responde. Azer coge un dulce y se lo lleva a la boca-. Diabetes -dice en tono de excusa-. El tratamiento de insulina me produce bajadas de azúcar en la sangre. No hay manera de dar con la dosis correcta. Tengo fuertes crisis de hipoglucemia varias veces a la semana. Que empeoran con las emociones fuertes. Entonces necesito azúcar rápido. -El papel charol brilla entre sus dedos. Sema piensa en la Casa del Chocolate, en París, en Clothilde. Otro mundo-. En Estambul, compro mazapán cubierto de cacao. Es la especialidad de un confitero de Beyoglu. En París, descubrí los Jikola… -Azer deja la bolsa con delicadeza sobre un peldaño de hierro. Auténtica o fingida, su pachorra es impresionante. Lentamente, el faro va llenándose de plomo azul. El día está despuntando, mientras en lo alto de la torre el pivote no para de chirriar-. Si no fuera por estos bombones, jamás te habría encontrado.
– No me has encontrado.
Sonrisa. Vuelve a deslizar la mano al interior de la chaqueta. Sema lo encañona. Azer ralentiza el movimiento y acaba sacando una fotografía en blanco y negro. Una simple instantánea: un grupo en un campus.
– Universidad de Bogazici, abril de 1993 -comenta Azer-. La única fotografía tuya que existe. De tu antiguo rostro, quiero decir… -De pronto, aparece un encendedor entre sus dedos. La llama rasga la penumbra y muerde lentamente el papel satinado, que despide un fuerte olor químico-. Son pocos los que pueden presumir de haberte visto después de esa época, Sema. Además de que no parabas de cambiar de nombre, de aspecto, de país… -La fotografía sigue crepitando entre sus dedos. Las llamas, de un intenso rosa, iluminan sus facciones. Sema cree estar teniendo una de sus alucinaciones. Tal vez sea el comienzo de una crisis… Pero no: el rostro del asesino atrae el fuego, simplemente-. Un absoluto misterio -sigue diciendo Azer-. En cierto modo, eso es lo que les costó la vida a las otras tres mujeres -afirma contemplando las llamas, que ondulan bajo sus dedos-. Se retorcieron de dolor. Mucho tiempo. Mucho. -Azer suelta la foto carbonizada sobre un charco de agua-. Tendría que habérseme ocurrido lo de la operación. Entraba en tu lógica. La última metamorfosis…-murmura bajando los ojos hacia el negro charco, que sigue humeando-. Somos los mejores, Sema. Cada uno en lo nuestro. ¿Qué propones?