Sema adivina que no la considera una enemiga, sino una rival. Mejor dicho: como un doble. La cacería era mucho más que un simple contrato. Era un desafío personal. Un intento de atravesar el espejo. Dejándose llevar por un impulso, Sema lo provoca:
– No somos más que instrumentos, juguetes en las manos de los babas.
Azer frunce el ceño. Su rostro se tensa.
– Es justo al revés -masculla-. Soy yo quien los utiliza al servicio de nuestra Causa. Su dinero no…
– Somos sus esclavos.
– ¿Qué quieres? -le pregunta con voz teñida de irritación-. ¿Qué propones? -grita de pronto, desparramando los bombones por el suelo.
– A ti, nada Solo hablaré con Dios en persona.
Ismail Kudseyi permanecía inmóvil bajo la lluvia, en los jardines de su propiedad de Yeniköy.
Al borde de una terraza, de pie entre las cañas, con los ojos clavados en el río.
La orilla asiática destacaba a lo lejos como una delgada cinta deshilachada por la lluvia. Estaba a más de un kilómetro, y no había ningún barco a la vista. El anciano se sentía seguro, fuera del alcance de un francotirador.
Tras la llamada de Azer había sentido la necesidad de ir allí. De sumergir la mano en aquellos pliegues de plata, de mojarse los dedos de espuma verde. Una necesidad acuciante, casi física.
Apoyado en el bastón, siguió la barandilla y bajó con precaución los peldaños que conducían a la orilla. El olor marino lo asaltó y el agua lo salpicó al instante. El río estaba revuelto, pero, por fuerte que fuera su agitación, el Bósforo siempre respetaba ciertos escondrijos ocultos entre las piedras, golfos de hierba a los que acudían a morir pequeñas olas tornasoladas.
A sus setenta y cuatro años, Kudseyi seguía refugiándose allí cuando necesitaba reflexionar. Era el río de sus orígenes. Allí había aprendido a nadar, pescado sus primeros peces, perdido sus primeros balones, líos de trapos que se deshacían al contacto con el agua como los vendajes de una infancia inacabada…
El anciano consultó su reloj: las nueve de la mañana. ¿Qué estaban haciendo?
Volvió a subir la escalera y contempló su reino: los jardines de su propiedad. La larga tapia carmesí, que aislaba por completo el parque del tráfago exterior, los bosquecillos de bambúes, inclinados como suaves plumas que alborotaban al menor soplo, los leones de piedra, con las alas plegadas, que languidecían en la escalinata del palacio, los estanques circulares, surcados por cisnes…
Iba a ponerse a cubierto, cuando oyó el zumbido de un motor. Amortiguado por la lluvia, más que un ruido, era una vibración bajo la piel. El anciano volvió la cabeza y vio el barco, que alzaba la proa al asalto de las olas y volvía a abatirla con una sacudida, dejando tras de sí dos alas de espuma.
Al timón, embutido en la chaqueta de terciopelo abotonada hasta el cuello, iba Azer. A su lado, Sema, envuelta en un impermeable que restallaba al viento, parecía diminuta. Sabía que se había operado la cara. Pero, a pesar de la distancia, reconocía su porte. Aquella bravuconería suya, que ya le había llamado la atención veinte años atrás, cuando la vio por primera vez entre cientos de niños.
Azer y Sema.
El asesino y la ladrona.
Sus únicos hijos.
Sus únicos enemigos.
Cuando se puso en marcha, los jardines se animaron.
El primer guardaespaldas salió de un bosquecillo. El siguiente apareció detrás de un tilo. Otros dos surgieron en el sendero de grava. Todos provistos de MP-7, un arma de defensa personal cargada con cartuchos subsónicos capaces de perforar protecciones de titanio o Kevlar a cincuenta metros. Al menos, eso le había asegurado su armero. Pero ¿tenía sentido todo aquello? A su edad, los enemigos a los que temía no viajaban a la velocidad del sonido ni perforaban el policarbono; estaban en su interior, entregados a un paciente trabajo de destrucción.
Siguió avanzando por el sendero. Los hombres lo rodearon de inmediato formando un pasillo humano. Ahora siempre era así. Su vida era una joya protegida, pero la joya había perdido su brillo. Se movía como un emparedado vivo, sin trasponer la tapia de los jardines, rodeado exclusivamente de hombres.
Se dirigió hacia el palacio, uno de los últimos yalis de Yeniköy. Una residencia de verano construida con madera a ras de agua, sobre pilastras alquitranadas. Un palacio alto, realzado con torrecillas, que tenía un hieratismo de ciudadela, pero también una indolencia, una sencillez de cabaña de pescador.
Las tablillas del tejado, alabeadas por los años, lanzaban vivos reflejos, tan vibrantes como los de un espejo. Las fachadas, en cambio, absorbían la luz y devolvían brillos apagados pero de una suavidad in finita. En torno al edificio reinaba una atmósfera de tránsito, de pontón, de embarcadero; el aire marino, la madera vieja y el chapoteo del agua evocaban para el anciano un lugar de partida, de veraneo.
Sin embargo, a medida que se acercaba y distinguía los detalles orientales de la fachada, las celosías de las terrazas, los soles de los balcones, las estrellas y medias lunas de las ventanas, comprendía que aquel elegante palacio era todo lo contrario: un edificio trabajado, bien anclado, definitivo. La tumba que había elegido. Una sepultura de madera con rumor de concha marina, donde podía ver llegar la muerte escuchando el río…
En el vestíbulo, Ismail Kudseyi se quitó el impermeable y las botas. Luego se puso unas zapatillas de fieltro y una bata de seda india y se tomó unos instantes para contemplarse en el espejo.
Su cara era su único motivo de orgullo.
El tiempo había hecho sus inevitables estragos, pero, bajo la piel, la osamenta había resistido. Incluso había contraatacado tensando la carne y aguzando los rasgos. Más que nunca, tenía un perfil de ciervo, con aquellas mandíbulas acusadas y aquella perpetua mueca desdeñosa en la punta de los labios.
Sacó un peine de un bolsillo y se peinó. Alisó lentamente los mechones grises, pero, al comprender el significado de aquel gesto, se detuvo bruscamente: se estaba acicalando… para Ellos. Porque temía encontrarse con ellos. Porque temía enfrentarse al sentido profundo de todos aquellos años…
Tras el golpe de Estado de 1980, tuvo que exiliarse en Alemania. Cuando regresó, en 1983, la situación se había tranquilizado, pero la mayoría de sus compañeros de armas, los demás Lobos Grises, estaban en la cárcel. Pese a su aislamiento, Ismail Kudseyi se negó a abandonar la Causa. Por el contrario, decidió reabrir, en el mayor de los secretos, los campos de entrenamiento y formar su propio ejército. Crearía nuevos Lobos Grises. Mejor aún: formaría Lobos Grises superiores, que servirían a un tiempo a sus ideales políticos y a sus intereses criminales.
Empezó a recorrer los caminos de Anatolia para escoger personalmente a los pupilos de su fundación. Organizaba los campos, observaba a los adolescentes mientras se entrenaban, confeccionaba fichas para seleccionar un grupo de élite. La tarea no tardó en absorberlo.
En un momento en que estaba imponiéndose en el mercado del opio, explotando el hueco que había dejado libre el Irán de la Revolución, la auténtica pasión del baba era la formación de aquellos chicos.
Sentía nacer en su interior una complicidad visceral con aquellos muchachos campesinos, que le recordaban al chico de las calles que había sido. Prefería su compañía a la de sus propios hijos, que había tenido tarde, con la hija de un ex ministro, y que estudiaban en Oxford y en la Universidad Libre de Berlín; herederos favorecidos por la fortuna que habían acabado convirtiéndose en extraños para él.
Al regreso de sus viajes, se aislaba en su yali y estudiaba cada ficha, cada perfil. Buscaba talentos, dotes, pero también una cierta voluntad de superarse, de arrancarse del terruño… Buscaba los perfiles más prometedores, a los que dotaría con becas y, llegado el momento, integraría en su clan.
Poco a poco, la búsqueda se convirtió en enfermedad, en monomanía. La coartada de la causa nacionalista no bastaba para enmascarar sus propias ambiciones. Su auténtica pasión era modelar seres humanos a distancia. Manipular destinos, como un demiurgo invisible…
Pronto, dos nombres le interesaron particularmente.
Un chico y una chica.
Dos promesas en estado puro.
Azer Akarsa, originario de un pueblo próximo a las ruinas de Nemrut Dag, estaba especialmente dotado. A los dieciséis años era tanto un combatiente feroz como un brillante estudiante. Pero, sobre todo, sentía auténtica pasión por el pasado de Turquía y las convicciones nacionalistas. Se había inscrito en el hogar clandestino de Adiyaman y presentado voluntario para un comando. Estaba ansioso por alistarse en el ejército para batirse en el frente kurdo.
Pero tenía una desventaja: era diabético. Kudseyi decidió que aquel punto débil no debía impedirle cumplir su destino de Lobo y se prometió ofrecerle los mejores cuidados en todo momento.
El segundo expediente era el de Sema Hunsen, de catorce años. Nacida en los pedregales de Gaziantep, había conseguido ingresar en un colegio con una beca del Estado. En apariencia, era un chica turca inteligente deseosa de romper con sus orígenes. Pero no solo quería cambiar su destino, sino también el de su país. En el hogar de los Idealistas de Gaziantep era la única mujer. Había solicitado ingresar en el campo de Kayseri para estar con otro chico de su pueblo, Kürsat Milihit.
Aquella adolescente lo había atraído de inmediato. Le gustaba su férrea voluntad, su deseo de elevarse por encima de su condición. Físicamente, era una jovencita pelirroja, más bien gordita, con pinta de campesina. Nada dejaba adivinar sus dotes ni su pasión política. Salvo su mirada, que lanzaba a la cara de su interlocutor como si fuera una piedra.