Kudseyi había perdido de vista a Azer.
Sema corrió hacia los cofres, los volcó y se parapetó tras ellos. En ese instante, otros dos hombres irrumpieron en la sala. No habían dado un paso en su interior, cuando ya los habían alcanzado: el sonido sordo de la pistola de Sema puntuaba el tableteo de las armas automáticas disparadas al aire.
Ismail Kudseyi intentó deslizarse detrás del canapé, pero no consiguió avanzar: su cuerpo no obedecía las órdenes de su cerebro. Estaba clavado a la tarima, inerte. Una señal resonó por todo su cuerpo: lo habían alcanzado.
Otros tres guardaespaldas aparecieron en el umbral disparando alternativamente y desapareciendo al otro lado de la pared. Deslumbrado por los fogonazos, Kudseyi parpadeaba, pero ya no oía las detonaciones. Era como si tuviera los oídos y el cerebro llenos de agua.
Se hizo un ovillo, con los dedos crispados sobre un cojín. Una punzada de dolor le perforaba el vientre y lo forzaba a adoptar aquella posición fetal. Bajó los ojos: tenía los intestinos al aire, desparramados entre las piernas.
Todo se volvió negro. Cuando recobró el conocimiento, Sema estaba recargando la pistola cerca de los escalones, al amparo de un cofre. El anciano se volvió hacia el borde del estrado y extendió una mano. Una parte de sí mismo no podía aceptar aquel gesto: estaba pidiendo ayuda.
¡Estaba pidiendo ayuda a Sema Hunsen!
La mujer se volvió. Con lágrimas en los ojos, Kudseyi agitó la mano. Sema dudó un segundo, luego, encorvada bajo las balas, saltó al estrado. El anciano exhaló un gemido de agradecimiento. Su descarnada mano se alzó, roja y temblorosa, pero la mujer no la cogió. Se irguió y apuntó el arma con el brazo totalmente extendido, como si tensara un arco.
Con una claridad deslumbrante, Ismail Kudseyi comprendió por qué había vuelto Sema Hunsen a Estambul.
Para matarlo, sencillamente.
Para cortar el odio de raíz.
Y puede que también para vengar un árbol de la vida.
Cuyas raíces había hecho ligar.
Volvió a desmayarse. Cuando abrió los ojos, vio a Azer arrojándose sobre Sema. Ambos rodaron al pie del estrado, sobre cascotes y charcos de sangre. Mientras luchaban, las estelas de chispas seguían horadando el humo. Brazos, puños, golpes, pero ni un solo grito. Solo la ciega obstinación del odio. La rabia de los cuerpos por sobrevivir.
Azer y Sema.
Su camada maldita.
Sema, tumbada boca abajo, intentó coger el arma, pero Azer la aplastó con todo su peso. La sujetó por la nuca y sacó un cuchillo, pero ella consiguió zafarse y se dio la vuelta. El hombre se le echó encima y le clavó la hoja en el vientre. Sema escupió una palabra ahogada. Dos sílabas de sangre.
Tumbado en el estrado, con un brazo caído sobre los escalones, Kudseyi lo veía todo. Sus ojos, como dos lentas valvas, parpadeaban a remolque de sus venas. Rezaba por morir antes del final del combate, pero no podía dejar de mirarlos.
El cuchillo se abatió, se alzó y volvió a abatirse, obstinándose en el fondo de la carne.
Sema intentó incorporarse. Azer la cogió por los hombros y la empujó contra el suelo. Soltó el cuchillo y hundió la mano en la herida abierta.
Ismail Kudseyi se hundía en las arenas movedizas de la muerte.
En sus últimos instantes de vida, el anciano vio unas manos escarlata que le tendían su botín…
El corazón de Sema entre los dedos de Azer.
A finales de abril, en Anatolia central, las nieves de las alturas empiezan a fundirse y dejan expedito un camino a la cima más elevada de los montes Taurus, el Nemrut Dag. Las visitas turísticas todavía no han empezado, y las ruinas permanecen en la soledad más absoluta.
Tras cada misión, el hombre esperaba aquel momento para volver junto a los dioses de piedra.
Había despegado de Estambul el día anterior, 26 de abril, y aterrizado en Adana al atardecer. Había descansado unas horas en un hotel cercano al aeropuerto y se había puesto en camino en plena noche en un automóvil de alquiler.
En esos momentos circulaba en dirección este, hacia Adiyaman, a cuatrocientos kilómetros de allí. Lo rodeaban extensos pastizales que parecían llanuras sumergidas. En la oscuridad, adivinaba las ondulaciones de sus flexibles masas. Aquel oleaje de sombras constituía la primera etapa, el primer estadio de pureza. Recordó el comienzo de un poema que había escrito en su juventud, en turco antiguo: «He surcado mares de verdor…».
A las seis y media de la mañana, apenas dejó atrás la ciudad de Gaziantep, el paisaje se transformó. Las primeras luces del alba iluminaban la cadena de los montes Taurus. Los ondulantes campos se convirtieron en desiertos petrificados. Picachos rojos, escarpados, desnudos, se alzaban por doquier. A lo lejos, los cráteres parecían girasoles secos.
Ante aquel espectáculo, los viajeros al uso sentían invariablemente una aprensión, una angustia confusa. A él, por el contrario, le gustaban aquellos tonos ocres y amarillos, más intensos, más crudos que el azul del alba. En ellos descubría su pasado. Aquella aridez había forjado su cuerpo. Era el segundo estadio de pureza.
Rememoró la continuación de su poema:
He surcado mares de verdor,
abrazado paredes de piedra, órbitas de sombra…
Cuando se detuvo en Adiyaman, el sol pugnaba por asomar. En la gasolinera de la ciudad llenó el depósito de gasolina mientras el empleado le limpiaba el parabrisas, contemplando los charcos de hierro, las casas de tonos cobrizos extendidas hasta el pie de las montañas.
En la avenida principal vio las naves Matak, «sus» naves, que pronto se llenarían de toneladas de fruta lista para ser tratada, conservada y exportada. No halagaron su vanidad. Nunca le habían interesado las ambiciones triviales. En cambio, sentía la inminencia de la montaña, la proximidad de las mesetas…
Cinco kilómetros más adelante, dejó la carretera principal. Atrás quedaba el asfalto y la señalización. Ante él solo había un sendero tallado en la roca que serpenteaba hasta las nubes. En ese momento, empezó a sentirse en su tierra natal. Las laderas de polvo púrpura, las hierbas erizadas en agresivos matojos, las ovejas de un gris oscuro, que se apartaban a regañadientes…
Pasó de largo por su pueblo. Vio mujeres con pañuelos adornados de oro. Rostros de cuero rojo, cincelados como bandejas de cobre. Criaturas salvajes, duras como la tierra, atrincheradas en la oración y las tradiciones, como su madre. Entre aquellas mujeres, debía de haber más de una pariente suya…
Un poco más arriba vio pastores acuclillados en una pendiente, vestidos con chaquetas demasiado anchas. Se vio a sí mismo, veinte años atrás, sentado en su lugar. Aún se acordaba del jersey Jacquard que le servía de abrigo, con sus mangas demasiado largas, por las que iban asomándole las manos año tras año. Las mangas de aquel jersey habían sido su único calendario.
Las sensaciones le acudían a las yemas de les dedos. El tacto de su cráneo rapado cuando se protegía de los golpes de su padre. La suavidad de los frutos secos cuando acariciaba los gruesos sacos del tendero, al regresar de los pastizales, al atardecer. La cáscara de las nueces que recogía en otoño y que le dejaban las palmas manchadas para todo el invierno…
Estaba penetrando en la capa de bruma.
De pronto, todo se volvió blanco, húmedo, algodonoso. La carne de las nubes. Al borde de la carretera, se veían los primeros montones de nieve. Una nieve particular, impregnada de arena, luminiscente y rosada.
Antes de encarar el último tramo, hizo un alto para colocar las cadenas en las ruedas. Traqueteó durante cerca de una hora más. La nieve de los ventisqueros, cada vez más brillante, se amontonaba formando lánguidos cuerpos. La última etapa de la Vía Pura.
He acariciado laderas de nieve
salpicadas de arena rosa,
torneadas como cuerpos de una mujer…
Al fin, el área de estacionamiento apareció al pie de la pared rocosa. Sobre ella, la cima de la montaña permanecía oculta tras capas de niebla.
Salió del coche y se dejó invadir por la calma del lugar. Un silencio de nieve envolvía la montaña como una campana de cristal.
Se llenó los pulmones de aire helado. Allí la altitud sobrepasaba los dos mil metros. Tenía que subir a pie otros trescientos. Se comió dos bombones en previsión del esfuerzo, se metió las manos en los bolsillos y echó a andar.
Dejó atrás la cabaña de los guardas, cerrada a cal y canto hasta mayo, y siguió el trazado de las piedras, que asomaban apenas entre la nieve. Era una ascensión difícil. Tuvo que dar un rodeo para evitar lo más abrupto de la pendiente. Avanzaba de lado, con la mano izquierda en la pared rocosa, procurando no resbalar y, caer al vacío. La nieve crujía bajo sus pies.
Empezaba a jadear. Sentía todo el cuerpo en tensión, toda la mente alerta. Llegó a la primera meseta, la del este, pero no se entretuvo. Allí las estatuas estaban demasiado erosionadas. Solo hizo una breve pausa en el «altar del fuego», una plataforma de piedra de un verde cobrizo, que ofrecía una panorámica de ciento ochenta grados sobre los montes Taurus.
El sol había decidido al fin congraciarse con el paisaje. Al fondo del valle se distinguían manchas rojas, mordeduras amarillas y también bocas de esmeralda, vestigios de las llanuras que habían fundado la fertilidad de los antiguos reinos. La luz se remansaba en aquellos cráteres en forma de temblorosos charcos blancos. En otros puntos, parecía empezar a evaporarse, a elevarse en polvo y descomponer cada detalle en miles de lentejuelas. Más allá, el sol jugaba con las nubes, y las sombras pasaban sobre las montañas como las expresiones sobre un rostro.