De pronto se sintió presa de una emoción inefable. No acababa de creer que aquellas tierras fueran «sus» tierras, que también él formara parte de aquella belleza, de aquella desmesura. Le parecía estar viendo las hordas ancestrales avanzando en el horizonte: los primeros turcos que habían aportado poder y civilización a Anatolia. Cuando miraba mejor, incluso veía que no se trataba ni de hombres ni de caballos, sino de lobos. Manadas de lobos plateados, que se confundían con el temblor de la luz. Lobos divinos, ansiosos de unirse con los mortales para engendrar una raza de guerreros perfectos…
Siguió avanzando hacia la ladera oeste. La nieve era cada vez más espesa y, sin embargo, más ligera, más aterciopelada. Volvió la cabeza y echó un vistazo a sus huellas; se le antojaron una escritura misteriosa, una traducción del silencio.
Al fin, llegó a la siguiente meseta, en la que se alzaban las Cabezas de Piedra.
Eran cinco cabezas colosales que medían más de dos metros de altura. En tiempos, coronaban cuerpos descomunales erguidos sobre túmulos que constituían las tumbas propiamente dichas; pero los temblores de tierra las habían derribado. Colocadas de nuevo en posición vertical, a ras de suelo, parecían haber ganado en fuerza, como si sus hombros fueran los contrafuertes de la montaña.
La del centro correspondía a Antioco I, rey de Comagene, que quiso morir entre los dioses mestizos, mitad griegos, mitad persas, surgidos del sincretismo de aquella civilización perdida. Junto a él se alzaban Zeus-Ahura Mazda, el dios de dioses, encarnado en el rayo y el fuego; Apolo-Mitra, que exigía la santificación de los hombres en la sangre de los toros; Tyché, coronada de espigas y frutos que simbolizaban la fertilidad del reino…
A pesar de su poder, los rostros tenían expresiones de juvenil placidez, bocas sonrientes, barbas ensortijadas… Sus grandes ojos blancos, sobre todo, parecían soñar. Y los guardianes del santuario, el León, rey de los animales, y el Águila, señora de los cielos, erosionados y cubiertos de nieve, no hacían más que subrayar la mansedumbre del grupo.
Aún no había llegado el momento: la niebla era demasiado densa para que se produjera el fenómeno. Se arrebujó en el pañuelo y pensó en el soberano que había mandado construir aquel sepulcro: Antioco Epifanes I. Su reinado había sido tan próspero que, creyéndose bendecido por los dioses, llegó a considerarse uno de ellos y hacerse inhumar en la cima de una montaña sagrada.
Ismail Kudseyi también se creía un dios con derecho de vida y muerte sobre sus criaturas. Pero había olvidado lo principal: solo era un instrumento de la Causa, un simple eslabón del Turán. Al pasar lo por alto, se había traicionado a sí mismo y había traicionado a los Lobos. Se había mofado de las leyes que antaño representaba. Se había convertido en un hombre degenerado, vulnerable. Por eso había podido acabar con él Sema.
Sema. De pronto, un sabor amargo le llenó la boca. Había conseguido eliminarla, pero no por eso había triunfado. Toda la cacería había sido un desastre, un fracaso que intentó salvar sacrificando a su presa según el rito ancestral. Dedicó su corazón a los dioses de Nemrut Dag, los dioses a los que siempre había honrado esculpiendo sus facciones en los rostros de sus víctimas.
La niebla se estaba disipando.
Se arrodilló en la nieve y esperó.
En unos instantes, las brumas se levantarían, envolverían por última vez las gigantescas cabezas y les infundirían su levedad, les comunicarían su movilidad, les darían vida. Los rostros perderían su nitidez y sus contornos, y flotarían sobre la nieve. Entonces sería imposible no pensar en un bosque. No verlos avanzar… Primero, Antioco, seguido por Tyché y los demás Inmortales, envueltos, acariciados, incensados por los vapores de hielo. Por último, en el absoluto silencio, sus labios se abrirían y dejarían escapar unas palabras.
De niño había presenciado el prodigio muchas veces. Había aprendido a captar aquel murmullo, a comprender aquel lenguaje. Mineral, antiguo, ininteligible para quien no hubiera nacido allí, al pie de aquellas montañas.
Cerró los ojos.
Hoy rezaba para que los gigantes le concedieran su clemencia. También esperaba un nuevo oráculo. Palabras de niebla que le revelarían su futuro. ¿Qué le susurrarían hoy sus mentores de piedra?
– No te muevas.
Se quedó petrificado. Creyó que sufría una alucinación, pero el frío cañón de un arma se clavó en su sien.
– No te muevas -repitió la voz en francés.
Una voz de mujer.
Se arriesgó a mirar de reojo y vio una figura esbelta vestida con un anorak y un pantalón tubo de color negro. Los cabellos negros, cubiertos con un gorro, le caían en dos cascadas de rizos sobre los hombros.
Estaba estupefacto. ¿Cómo había podido seguirlo hasta allí aquella mujer?
– ¿Quién eres? -preguntó en francés.
– Mi nombre es lo de menos.
– ¿Quién te envía?
– Sema.
– Sema está muerta.
No podía aceptar que lo hubieran sorprendido de aquel modo en su peregrinaje secreto.
– Soy la mujer que estuvo a su lado en París -dijo la voz-. La que la ayudó a escapar de la policía, recuperar la memoria y volver a Turquía para hacerte frente.
El hombre asintió. Sí, en aquella historia faltaba un eslabón desde el principio. Sema Hunsen no podía haberlo eludido durante tanto tiempo sin ayuda. De sus labios escapó una pregunta, con una precipitación que lamentó al instante:
– ¿Dónde estaba la droga?
– En un cementerio. En unas urnas cinerarias. «Un poco de polvo blanco entre el polvo gris…»
El hombre volvió a asentir. Reconocía la ironía de Sema, que había ejercido su oficio como un juego. Todo aquello sonaba a cierto, como un tintineo de cristal.
– ¿Cómo me has encontrado?
– Sema me escribió una carta en la que me lo explicaba todo. Sus orígenes. Su formación. Su especialidad. También me dio los nombres de sus viejos amigos, sus enemigos de hoy.
A través de las palabras, percibía una especie de acento, una extraña manera de prolongar las sílabas finales. Lanzó una mirada a los blancos ojos de las estatuas. Todavía no habían despertado.
– ¿Por qué te inmiscuyes en esto? -preguntó con asombro-. La historia ha acabado. Y ha acabado sin ti.
– He llegado demasiado tarde, sí. Pero aún puedo hacer algo por Sema.
– ¿Qué?
– Impedirte que continúes con tu monstruosa tarea.
El hombre sonrió y la miró abiertamente, a pesar de la pistola que le apuntaba a la sien. Era alta, muy morena, muy hermosa. Su pálido rostro estaba surcado de numerosas arrugas que, lejos de atenuar su belleza, parecían circunscribirla, precisarla. Frente a aquella aparición, se quedó sin aliento. Fue ella la que volvió a hablar:
– En París leí los artículos sobre los asesinatos de las tres mujeres. Estudié las mutilaciones que les infligiste. Soy psiquiatra. Podría dar nombres complicados a tus obsesiones, a tu odio a las mujeres… Pero ¿de qué serviría eso?
El hombre comprendió que iba a matarlo, que lo había seguido hasta allí para acabar con él. Morir a manos de una mujer: era imposible. Se concentró en las cabezas de piedra. La luz no tardaría en infundirles vida. ¿Le susurrarían los Gigantes cómo actuar?
– ¿Y me has seguido hasta aquí? -preguntó para ganar tiempo.
– En Estambul no tuve ninguna dificultad para localizar tu sociedad. Sabía que, tarde o temprano, aparecerías por allí, a pesar de la orden de búsqueda, a pesar de tu situación. Cuando al fin llegaste, rodeado por tus guardaespaldas, ya no me separé de ti. Durante días, te seguí, te espié, te observé. Y comprendí que no tenía ninguna posibilidad de acercarme a ti, y menos aún de sorprenderte…
Sus palabras dejaban traslucir una extraña determinación. Aquella mujer empezaba a interesarle. Le lanzó otra mirada. A través del vaho de su aliento, otro detalle le llamó poderosamente la atención. Sus labios, de un rojo demasiado vivo, amoratado por el frío. De golpe, aquel color orgánico reavivó su odio a las mujeres. Era una blasfemia, como todas las demás. Una tentación que se exhibía, segura de su poder…
– Entonces, se produjo el milagro -siguió diciendo ella-. Una mañana, saliste de tu escondite. Solo. Y fuiste al aeropuerto. No tuve más que imitarte y sacar billete para Adana. Supuse que ibas a visitar algún laboratorio clandestino o algún campo de entrenamiento. Pero ¿por qué solo? Pensé en tu familia. Pero no era tu estilo. Tú no tienes más familia que una manada de lobos. Entonces, ¿qué? En tu carta, Sema te describía como un cazador llegado del Este, de la región de Adiyaman, obsesionado por la arqueología. Mientras esperaba la salida del vuelo, compré mapas y guías. Descubrí la meseta de Nemrut Dag y sus estatuas. Las grietas de la piedra me recordaban rostros desfigurados. Comprendí que aquellas esculturas eran tu modelo. El modelo que estructuraba tu demencia. Ibas a recogerte en aquel santuario inaccesible. Al encuentro de tu propia locura.
El hombre había recobrado la calma. Sí: apreciaba la singularidad de aquella mujer. Había conseguido encontrar su pista en su propio territorio. Por así decirlo, había entrado en coincidencia con su peregrinaje. Incluso puede que fuera digna de matarlo…
Lanzó una última mirada a las estatuas. Ahora el sol les arrancaba toda su blancura. Nunca le habían parecido tan poderosas y, al mismo tiempo, tan lejanas. Su silencio era una confirmación. Había perdido: ya no era digno de ellas.
Respiró hondo y las señaló con un gesto de la cabeza.
– ¿Sientes el poder de este lugar? -preguntó inclinándose hacia delante y cogiendo un puñado de nieve rosa que estrujó entre los dedos-. Nací a algunos kilómetros de aquí, en el valle. En esa época, no había turistas. Venía a esta meseta para estar solo. Al pie de estas estatuas forjé mis sueños de poder y fuego.